Los merecidos éxitos deportivos del FC Barcelona, con todos los reconocimientos, filos y fobias, han sido aprovechados por nacionalistas radicales, y no tan radicales, para expresar con toda claridad sus intenciones independentistas, soberanistas, separatistas, como se las quiera llamar, haciendo todos los gestos de ruptura, incluso aquellos que pueden herir la sensibilidad, como son los silbidos al himno, al Rey y a la bandera constitucional.

Poca excusa supone que se censuren tales actos, pero acudiendo a calificarlos como simples muestras de gamberrismo o desahogos de forofos calientes. Para algunos políticos, tales desmadres, inconcebibles en otros países, les sirven para dar un nuevo paso adelante en su deslealtad constitucional, sin que tengan la merecida respuesta por parte del Gobierno y hasta la oposición se manifieste de forma timorata.

Hace poco «The Economist» comentaba que el mayor problema de España era que su presidente del Gobierno, salvo la intención de mantenerse a toda costa, no tenía una idea clara de qué Estado quería. Un gran constitucionalista, Jorge de Esteban, opinaba en los mismos términos, haciendo alusión al último debate parlamentario sobre el estado de la nación, se preguntaba, ¿de qué nación?

Es realmente sorprendente lo que está ocurriendo con la política de Zapatero, respaldada por el PSOE, de permanente contradicción en sí misma y en lo que es fundamental, el respeto a la Constitución. En Euskadi, el socialista Patxi López promete lealtad a la Constitución y al Estatuto de Guernica, mientras que en Cataluña, el socialista Montilla se aprovecha del controvertido Estatut y avanza cada día hacia un confederalismo que ya se ha contagiado a Baleares. Tiene razón la publicación inglesa de que Zapatero no es inocente sobre lo que ocurra.

Todo esto sucede mientras el Tribunal Constitucional no se atreve a dictar sentencia sobre el Estatut que prácticamente configura un Estado dentro del Estado, con sus propios símbolos, su lengua, sus embajadas, su agencia tributaria, selecciones, y el desguace total de la presencia del Estado español.

Resulta bochornoso este retraso que está erosionando gravemente nuestro modelo de Estado y orden constitucional. Existen serios temores de que finalmente el TC adopte una decisión política cuando tiene que ser judicial, con fundamentos de derecho y no de razones políticas. Llama la atención la diligencia con la que se pronuncia en recursos menores, sobre todo para enmendar al Tribunal Supremo, y la demora de más de tres años en el caso del Estatut. Existen motivos para sospechar si el TC no estará elaborando, con su sentencia, una reforma constitucional que corresponde únicamente a la voluntad nacional. Si esto ocurre, el país puede encontrarse con una crisis institucional, constitucional, añadida a la económica. Sería el colmo.