Mayo se despidió, según costumbre, con algunos de los días más hermosos del año -sólo superados, si acaso, por las jornadas del anticiclón de Adviento-, el sol tendido a media tarde sobre las fachadas de las calles en semicurva, dulces ensoñaciones cabalgando memorias de viejos sueños, el tiempo implacable y suspendido por los ecos de los ecos de los ecos del remotísimo Jericó y sus trompetas, bálsamos eternos del alma y del cuerpo y... encima va el Oviedín ¡y sube! Por Dios que tal deseo nos ha costado sangre, sudor y lágrimas.

Sólo se consigue lo que se desea. Sólo se desea lo que se puede lograr. Sólo se desea lo imposible. Sólo se desea lo conseguido que, por eso mismo, de inmediato se esfuma.

La cuestión es el deseo, pero ¿qué significa más allá de la palabra abandonada?

Deleuze le dio la vuelta al discurso freudiano, que a fin de cuentas es el oficial y se remonta a milenios atrás, y rompió la dialéctica del deseo vinculado a la tendencia a conseguir determinada cosa -o persona o ideal o...- de la que se carece.

No. El deseo es producción y, por lo tanto, siempre está ligado a un conjunto. Romeo no amaba a Julieta desnuda -quiero decir, sola y sin más-, sino en unión de los escenarios que presidía, lo que había sido con su legión de Capuletos, las ciudades y los campos concernidos y lo que podrían alcanzar juntos los dos amantes en mil universos imaginados. El deseo, según Deleuze, es una disposición, es un acto de disponer, de colocar, ordenar y situar en el espacio una serie de objetos que fuera de esa trama de enlaces no pasarían de fantasmas desdibujados.

Por eso desear es rematadamente difícil, por eso

Cernuda pinta al deseo derrotado ante el olvido,

por eso raramente se cumplen nuestros sueños, por eso eres imposible, amada mía.

(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente la sinfonía «Heroica», de Beethoven, en homenaje, claro, al Real Oviedo).