En los últimos cinco lustros se aprobaron en España un total de once leyes educativas, de las cuales cuatro aún están vigentes. Un vaivén de reformas, seguidas de normas, planes, resoluciones, reglamentos, adaptaciones, que, según especializados informes nacionales e internaciones, no contribuyeron a mejorar la calidad de nuestro sistema educativo. Más bien vinieron a añadir confusión y oscuridad al complejo mundo de la enseñanza.

Hace casi un lustro, ante el anuncio de una nueva reforma planteada por el Gobierno español, la Sociedad Española de Estudios Clásicos hizo público un manifiesto en el que proponía un acuerdo entre las principales fuerzas políticas con el fin de garantizar la estabilidad de nuestro sistema educativo, pues los continuos cambios legislativos habían provocado una pérdida de calidad, tal como evidenciaban los resultados que obtenían nuestros escolares en el contexto internacional.

En ese documento se solicitaba la existencia de un grado de contenidos comunes que deberían ser impartidos en todo el territorio nacional con el fin de que se garantizaran unos mínimos cualitativos y cuantitativos a todos los ciudadanos españoles. Y se pedía también que cualquier reforma del sistema educativo debía velar por preservar de manera muy especial el dominio de la propia lengua, así como el conocimiento amplio de contenidos humanísticos: Historia, Literatura, Filosofía, Arte, Geografía, «con el fin de formar auténticos ciudadanos, dotados de criterio propio, y no simplemente trabajadores útiles para el mercado cada vez más competitivo y globalizado».

Por su parte, el actual ministro de Educación, Ángel Gabilondo, presentará próximamente una propuesta de un pacto político y social «para reducir el fracaso y el abandono escolar prematuro y acometer la modernización tecnológica de la escuela», entre otros objetivos.

Para alcanzar ese pacto, el Ministro quiere contar con las comunidades autónomas, con los partidos políticos, con los sindicatos y organizaciones empresariales. Y escuchar también a los padres, a los profesores, a los alumnos y a los centros. Una ardua negociación a varias bandas, con intereses contrapuestos, que no facilitará precisamente el acuerdo. Además, el consenso no tiene que ser por principio positivo o negativo, depende de lo que se consensúe. De las consecuencias de los acuerdos a que se llegue.

A nuestro juicio, las prioridades del Ministro habría que supeditarlas a otros objetivos más generales, tales como fijar un marco normativo duradero y estable en materia educativa. Igualmente, el sistema educativo tendría que ser garantía de la cohesión territorial del Estado, asegurando la movilidad e igualdad efectiva de oportunidades a todos los españoles con independencia de su estatus social y de su lugar de residencia.

Sin embargo, puesto que las competencias educativas han sido casi por completo transferidas a las comunidades autónomas, éste sería el primer escollo para una planificación nacional de la enseñanza. Para ello tendría que recobrar el Estado tales competencias, lo que no parece posible en las actuales circunstancias.