Corre cierto runrún acerca de lo que pudo sucederle al Recreativo del Huelva en la segunda parte del partido contra el Sporting, en este pasado y glorioso domingo en el que el once local logró la permanencia en Primera.

Hay indicios muy firmes de que en El Molinón acaeció un milagro, o un antimilagro, según desde donde se mire, pues lo convencional es que el tullido arroje las muletas y comience a correr, o que al cojo de Calanda le crezca la pierna. Pero lo contrario rompe totalmente la ley natural de los milagros: que los individuos dejen de correr y anden como paralíticos, que retrocedan, que les mengüen las piernas, que una ceguera cruel les sobrevenga y no sepan dónde está la puerta, etcétera.

Dada la inocencia futbolística de esta columna, la explicación más verosímil que hallamos es ésa: que hubo portentos y prodigios en el estadio municipal y que, como aseguraba Chesterton, «lo más increíble de los milagros es que ocurren». Y agregaba: «Como queda bien expresado en la paradoja de Poe, la sabiduría debería contar con lo inesperado».

Ahí está. La sabiduría del club rojiblanco consistió en que contaron con lo inesperado, con el dulce derrumbamiento del contrario, con la ágil confusión de sus mentes y de sus miembros inferiores.

Todo muy antinaturalmente milagroso. Ahora bien, ¿pudo suceder algo que sirviera de pista, de indicio notorio, de tal proceso milagroso? Cuentan las crónicas que un joven de esta ciudad que se hallaba entre los contrarios pidió no verse obligado a salir a matar, pero de pronto salió a morir con los suyos.

Pero ya lo sabemos: el problema de este tiempo es que el mundo se ha llenado de descreídos que no creen en los milagros.

¿Qué ofuscó a los contrarios? Un poder oculto vela por el Sporting. Y punto. Y pobre del que quiera arrebatarnos el vivir en la ilusión.