A lo largo de la historia, muchos políticos se dieron cuenta de la enorme importancia de la energía eléctrica. Lenin llegó a afirmar que el comunismo se conseguiría con soviets y electricidad. Pues bien, ¿han sido perspicaces los políticos españoles en relación al sector eléctrico? ¿Han regulado bien esta importante industria? Ya que estamos por el campus y se acerca Bolonia, hagamos un ejercicio de «evaluación continua grupal» de los logros de los sucesivos ministros del ramo: los señores Piqué, Rato, Montilla, Clos y Sebastián.

Primero liberalizaron de iure la producción de electricidad, pero no de hecho. Introdujeron competencia sobre una estructura de mercado oligopólica y con barreras de entrada. Y pasó lo que cabía esperar: un mercado mayorista en el que los operadores tenían gran capacidad para manipular los precios.

A las redes (cables, transformadores y subestaciones) se les aplicaron otras innovaciones regulatorias mal copiadas de allende los mares: se repartió el dinero entre las empresas y no se establecieron incentivos para mejorar las instalaciones. Resultado: no se invirtió lo suficiente y, en zonas turísticas de gran expansión urbanística, aparecieron los apagones.

También se liberalizó la elección de suministrador, incluso con menos tino. Desde enero de 2003, teóricamente más de 20 millones de clientes pueden elegir su empresa eléctrica. No ha debido funcionar muy bien la cosa, si todavía la semana pasada se ha establecido una oficina de cambios de suministrador para coordinar y supervisar ese proceso. Se comenzó, una vez más, la casa por el tejado.

Dado que la regulación sectorial estaba bastante desorganizada, los políticos llamaron a un sabio para que, en un libro blanco, sugiriese qué hacer. Su diagnóstico fue claro: demos una oportunidad a la competencia, que nunca la ha tenido. Arreglemos los cimientos del edificio y veamos qué pasa. Pero al ministro de turno le entró miedo escénico y mandó el informe al cajón de los olvidos.

En cambio, se optó por la solución más fácil: posponer el problema y seguir fijando los precios eléctricos desde el Ministerio. Eso sí, sin tocar el statu quo creado. Si los clientes no pagan lo que marca el mercado, pero a las empresas eléctricas sí se les reconoce el derecho a cobrarlo, ¿qué ocurrirá? Un déficit tarifario desbocado que suma miles de millones de euros y que soportaremos todos en los próximos años.

Los últimos episodios de improvisación legislativa aún están recientes: eliminación repentina de la tarifa nocturna y paso desorganizado a la facturación mensual. Pero lo que se aproxima a partir de julio con la tarifa de último recurso es ya grotesco. ¿De verdad piensa el Ministerio que una carta informativa con la factura del mes anterior es suficiente para alterar la forma en la que la inmensa mayoría de hogares y pequeñas empresas son suministrados? De nuevo al regulador le ha pillado la fecha del examen con los deberes sin hacer.

Si a todo ello unimos que nuestras empresas eléctricas tradicionales hoy son menos nuestras (Endesa es italiana, HC portuguesa y Viesgo alemana), que la Comisión Nacional de Energía está tremendamente politizada y que la sensata apuesta por las energías renovables también tiene sombras (valga como ejemplo la especulación y el posterior parón del segmento fotovoltaico), no es para estar contentos con la manera en que se ha gestionado el sector eléctrico en los últimos doce años. Ha faltado una visión clara de hacia dónde se quiere ir, se ha parcheado a golpe de decreto poco meditado y se ha generado una enorme inseguridad jurídica.

Como habíamos dicho que esta materia sería objeto de evaluación continua, señores ministros de Industria, en la convocatoria de junio tienen un merecido suspenso. Por favor, al que le toque presentarse en septiembre que al menos estudie la siguiente frase de un congresista norteamericano: «Get rule of law in place, capital will come, electricity will follow». ¡Tampoco es mucho lo que se pide que sepa!