No sería tan grave si el asunto político se limitase exclusivamente a la farfolla, que es lo que a simple vista reluce. El problema es que, además de las cosas de mucha apariencia y de poca entidad, está también la falta de crédito o, al menos, el pasmo que producen personas tan poco de fiar como son algunos miembros distinguidos de la casta que nos representa en las instituciones y gobierna la hacienda pública.

Por ejemplo, los que ahora son capaces de respaldar la decisión de Estrasburgo de ilegalizar a Batasuna por ser un instrumento de la ETA son los mismos que no hace todavía mucho presentaban a esta organización abertzale como una pieza indiscutible de la paz con la que había que negociar. Estoy hablando de los que consideraban a Otegi como una persona de diálogo fluido e interesada en resolver cuanto antes las diferencias entre los terroristas y el Estado español. Sin embargo, Otegi sigue siendo el mismo de siempre: ni antes movió un dedo por condenar los atentados de los pistoleros etarras ni lo ha hecho ahora. Claro que no es el único en Batasuna, todos se han comportado de la misma manera. Lo que asombra es que el Gobierno los haya considerado en algún momento los interlocutores ideales y ahora asienta con la cabeza cuando Estrasburgo avala por necesidad social la ilegalización de este partido.

Si los lectores tienen buena memoria, que la tendrán, se acordarán de cómo ese Gobierno del que hablo intentó también por todos los medios un lavado de cara abertzale ante los organismos europeos. Del mismo modo que recordarán que el mismo presidente que dio oxígeno a Batasuna para preservar su papel social fue también el que, estando en la oposición, promovió la idea de ilegalizarla. Sí, sí. Primero hizo una cosa, después la contraria y ahora se atiene a la verdad del Tribunal de los Derechos Humanos como si él lo hubiera tenido claro en todo momento. ¿Se puedo uno fiar de gente así?