Jesús abandona la casa y el lugar de la residencia de Jairo y llega a su patria chica, a Nazaret, en Galilea. El lugar se encuentra a unos 30 kilómetros al oeste de Tiberíades. En sus tiempos había sido un lugar pequeño e insignificante. Jamás se cita en el Antiguo Testamento y su emplazamiento, en la colina, le permitía ser un lugar, sobre todo hacia el Sur, que se veía a lo lejos. Jesús ha vivido en una de las humildes casas de Nazaret y ha captado hasta en sus menores detalles la vida de cada día.

Los discípulos, que conocían bien el pueblo, acompañaban a Jesús. Éste visita la sinagoga y aprovecha la visita para comentar el texto sagrado durante el culto sabático. Como era costumbre, al principio, la respuesta inmediata a la enseñanza de Jesús es positiva. Poco a poco hay comentarios desfavorables, críticas y murmullos, que indican el desacuerdo y la oposición: «¿De dónde ha aprendido éste tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace?». «¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón?». Y no quisieron hacerle caso, y, añade Marcos, «estaba asombrado, porque aquella gente no creía en él».

La falta de conexión entre fe y milagro produjo la desagradable escena de la sinagoga de Nazaret. Jesús, que suscitaba la fe por donde quiera que pasaba, curando, perdonando, liberando, fue incapaz de hacer milagro alguno entre los suyos, no tanto por su incapacidad cuanto por la falta de disposición de sus vecinos.

Es característico del Evangelio de Marcos presentar a sus destinatarios el aparente fracaso, la soledad, el escándalo de la cruz de Jesús.

No es fácil reconocer el paso de Dios por nuestra vida, sobre todo, cuando Dios pasa como uno de nosotros. Queremos espectáculo, efectos especiales, signos extraordinarios, y nos encontramos con un Dios sencillo, humilde, que pide permiso para entrar en nuestra vida, sin apenas meter ruido.