El tema estrella de los últimos treinta años de la vida institucional española es, sin duda, el Estado autonómico. Hierve España de reivindicaciones y rivalidades territoriales, habiéndose descentralizado, en una operación asombrosamente rápida, el Estado unitario y una clase política hasta entonces fundamentalmente nacional.

Otra cuestión a la que la opinión pública ha otorgado singular atención es la del funcionamiento de la justicia. El Estado de derecho, en el que el juez desempeña un papel esencial como dispensador de la tutela efectiva de todos los derechos e intereses legítimos, corre el riesgo de morir de éxito, asfixiado por una descomunal avalancha de litigantes que no caben dentro de una estructura orgánica y procesal todavía con un pie en el siglo XIX.

En cuanto a la Constitución misma, en tanto que fruto de un amplio consenso, goza de mayoritario prestigio en la España no nacionalista, pero desde hace algún tiempo se viene sugiriendo con razón la conveniencia de su reforma en determinados aspectos (estructura territorial del Estado, Senado representativo de las comunidades autónomas, efectos internos de la integración europea, equiparación de hombres y mujeres en la sucesión a la Corona, etcétera). Las previsiones constitucionales relativas a la modificación de la Constitución resultan, sin embargo, rígidas o muy rígidas, lo que dificulta la adaptación de la ley fundamental a la voluntad de las generaciones que accedieron a los derechos políticos con posterioridad a 1978. Sería bueno, pues, empezar por reformar el propio método de reforma.

En lo que la opinión pública aún no ha reparado suficientemente es en la calidad de nuestro sistema de gobierno, tanto a nivel estatal como autonómico. Cuando se elaboró la Constitución, se experimentó la necesidad de facilitar la institución de gobiernos estables; seguramente, y entre otras razones, para hacer frente a las dificultades y peligros de la transición política y a la grave crisis económica que le era contemporánea. También influyó en los constituyentes, con toda certeza, la cultura política franquista, que habría de impregnar la praxis institucional hasta el día de hoy y que tardará mucho tiempo todavía en diluirse completamente.

Surgió, así, un Gobierno fuerte, dueño de la agenda legislativa parlamentaria, dotado de potestades normativas propias de amplísimo ámbito y hasta de fuerza de ley, director de la política interior y exterior y, en suma, verdadero «dominus» de la entera escena política. Este poderoso Gobierno nace, como se sabe, de la investidura fiduciaria de su presidente por parte del Congreso, investidura para la que en segunda vuelta basta con el voto de la mayoría simple de los diputados, de modo que la mitad del tiempo transcurrido desde 1978 hasta hoy ha contemplado la existencia de presidentes minoritarios. Lo es también el actual, José Luis Rodríguez Zapatero. Ello no obstante, a partir de la investidura, y designado el Gabinete por un presidente que es a la vez el jefe del partido con mayor número de escaños en el Congreso, el binomio Gobierno-mayoría se encuentra casi completamente blindado en su estabilidad. En efecto, los padres de la Constitución importaron de Alemania el artilugio de la llamada moción de censura «constructiva»: si se quiere derribar al Gobierno, no sólo es precisa la mayoría absoluta del Congreso, sino que dicha moción ha de incluir un candidato a la presidencia del órgano gubernamental. Naturalmente, con semejantes requisitos ningún Gobierno ha podido ser destituido parlamentariamente en tres décadas, ni jamás lo será. A pesar de que la Constitución proclama que la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria, falla aquí, pues, un elemento esencial del régimen parlamentario: el mantenimiento permanente de la relación de confianza entre el Gabinete y el Parlamento.

Puede el Gobierno, por tanto, no sólo continuar en su puesto desde una posición parlamentariamente minoritaria, sino incluso contra la voluntad mayoritaria del Congreso, en tanto ésta sea incapaz de articularse en una moción de censura. Este perverso modelo, trasplantado tal cual al espacio de las instituciones autonómicas, ha conocido patologías monstruosas: Consejo de Gobierno ha habido que se mantuvo en el poder con el único soporte del Grupo parlamentario Mixto, lo que constituyó un fraude de ley de primer orden y una desvergüenza democráticamente intolerable (pero cínicamente tolerada por una oposición oportunista). Cultura política franquista en estado puro, según se advierte. Sin llegar a tanto, el Gobierno de la nación y los autonómicos, blindados de esta guisa, pueden sentirse tentados de cometer otro fraude: perder la batalla de los Presupuestos, no dimitir, no disolver las cámaras y perpetuarse administrando unos Presupuestos del ejercicio anterior automáticamente prorrogados. Lo fraudulento de esta conducta radica en que la prórroga presupuestaria no se ha previsto por la Constitución y los estatutos para respaldar gobiernos en minoría, sino para asegurar en cualquier contingencia el principio de legalidad del gasto público.

Así las cosas, las dos únicas mociones de censura presentadas en el Congreso (por el PSOE, en 1980, y por los populares, en 1987) se formularon no para derribar al Gobierno, cosa imposible, sino para desgastarlo ante la opinión pública en el correspondiente debate.

Finalmente -y he aquí otro rasgo de nuestra cultura política de raíz autoritaria-, dada la absoluta preeminencia del presidente sobre el Gobierno que designa y dirige sin cortapisas y sobre el partido en que se sustenta el Gobierno, lo que, en resumidas cuentas, se halla entre nosotros institucionalmente blindado es un liderazgo político de tipo caudillista. Que ello afecta a la calidad de la democracia no puede ponerse en duda. Yo propondría una reforma constitucional (y estatutaria) que eliminase la moción de censura a la alemana. Un Gobierno verdaderamente responsable ante el Parlamento potenciaría el pluralismo inherente a la democracia, incluso dentro del partido mayoritario. Por el contrario, un Gobierno estable a toda costa no es un Gabinete parlamentario en el interior de un Estado democrático.