No hay nada más deseable para un adolescente que poder dolerse ante los demás de lo desgraciado que es con sus padres; claro que la cosa se complica, debido a su conciencia, cuando se lleva bien con ellos. Pero a un buen adolescente que se precie no hay nada que le detenga, así que ¿a qué puede apelar para compartir momentos de aflicción filial con la gente de su entorno?: al inmovilismo que siempre apreciamos en la generación que precede a la nuestra. Eso ha sido así desde que el hombre decidió guardar en la memoria sus avatares.

Saco a colación este tema por comentarios que he oído la pasada semana. Analizándolo se llega a la conclusión de que no es malo que esto ocurra, pero, como sucede con el resto de las cosas, sólo será bueno dentro de una lógica mesura. Es positivo que las personas, cuando empiezan a ser conscientes de que lo son de una manera autónoma, intenten transformar el mundo a su medida porque se sienten herederos de él (en realidad, nadie a esa edad ha caído, ni caerá nunca en la cuenta, de que no somos herederos del mundo, sino usufructuarios de él). Si alguien nos deja una casa como herencia intentaremos decorarla a nuestro gusto para que nos resulte lo más acogedora posible; ahora bien, no es correcto criticar al tío Faustino porque, mientras vivía, no instaló aire acondicionado. Símiles aparte, lo que intento decir es que si los adolescentes de cada generación estuvieran de acuerdo con la sociedad, el mundo no habría avanzado nada. Pero también es cierto que a esa edad se tiene una tendencia natural a la tiranía y ahí es donde debe entrar nuestra madurez. Si os fijáis en la manera que tienen, a veces, de mirarnos nuestros hijos, veréis en sus ojos que se están preguntando: ¿por qué narices no te extinguiste con el resto de tu especie? Cuando esto sucede, ha llegado el momento de poner algunas cosas en claro.

Podemos recordarle cualquiera de los progresos que ha hecho el hombre, porque todos tienen su base en algo que se inventó o descubrió en generaciones anteriores. O haced que mire atentamente vuestra casa; él se siente como un tejado y es cierto que nos protegerá de la lluvia cuando llegue el invierno, pero nunca he visto un tejado levitando en el vacío, todos descansan sobre unos muros que, a su vez, se apoyan en unos cimientos. Decidle, además, que procure ser «acogedor» porque algún día, sobre él, se levantará una chimenea con la que tendrá que competir en importancia, puesto que será la encargada de dejar salir el humo interior que él, como tejado, mantiene dentro de la casa.