Andaba de acampada salvaje por Nueva de Llanes, junto al río, entre la villa y la playa, y me fui de madrugada hasta Casa Pepina, que estaba en la plaza principal del pueblo -ahora es una oficina de Banesto- para ver por televisión la llegada del hombre a la Luna. Fue ayer, digo... hace cuarenta años.

El mes anterior me había examinado de Preu -la conferencia de Cachero sobre la poesía de posguerra, la conversación en francés con Marita Aragón...-, y al día siguiente del alunizaje, por seguir con las fechas, al Rey lo hicieron Príncipe. En fin, diez años antes, puestos a acumular citas redondas, don José Espiña me había dado la primera comunión en San Tirso.

Un pequeño paso para el hombre: fue el primer acontecimiento extraterrestre y, claro, no tiene fecha. En Nueva ocurrió el día 21 pero en Houston, el 20. Este comentario habría que publicarlo mañana. Como sin fecha no hay historia, la hazaña cursa como leyenda.

Cuarenta años que han volado en un segundo. Valdés Leal pinta, tirados por el suelo, coronas, doblones, mitras y joyas mientras un esqueleto señala un cartel que dice: «In ictu oculi», en un golpe de ojo, en un parpadeo. Adiós, tesoro de la vida.

Ahí siguen, tras un guiño, don José, Armstrong, Marita, Cachero, el Rey... un instante más, y todos nos habremos ido; otro golpe de ojo aún, y no quedará ni el recuerdo del olvido.

Pero no, Diana cazadora -la Luna, claro-, tan terriblemente cruel con sus altivos pretendientes, siempre regresará, enamorada del pastor Endimión, para besarlo dulce mientras duerme. Y es que hasta en el Apocalipsis está escrita la esperanza: «Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre».

(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente «Pierrot lunaire», de Schönberg).