La gente mayor que nos acompañaba gritaba en las curvas, al subir los precipicios de Valporquero. Nosotros, por una vez, cambiábamos de asiento, y andábamos por el pasillo, entre bolsas cargadas con fiambreras y olor a carne empanada y a tortilla. Solían ser a últimos de junio, pocos días antes o después de terminar las clases. Había familias enteras que se apuntaban, pero menudo gasto?

Los maestros no parecían los mismos. No regañaban ni mostraban el mal humor de costumbre. Incluso gastaban bromas y contaban chistes y te llamaban por el nombre con gran familiaridad. Don Antonio, que siempre se sentaba junto al conductor, ejercía de guía y cantaba por el micrófono los diez mandamientos, algo cambiados y con palabras picantes que provocaban la carcajada de las abuelas. Era un día muy largo, al menos esa sensación se respiraba: que la tarde estaba muy separada de la mañana, como de un mes a otro.

Pero lo que más nos gustaba a los pequeños, en una jornada en la que no había coplas de niñas y letrillas de niños, era gritar al alto la lleva aquello de «ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará» y «güi, güi, güi, los de Bañugues, los de Bañugues, güi, güi, güi, los de Bañugues estamos aquí». Lo que más nos ilusionaba, mientras cruzábamos localidades vecinas, era vocear desde las ventanillas los tan recurridos estribillos como: «A la entrada de Antromero, lo primero que se ve, son los balcones abiertos y las camas sin hacer».

A medida que avanzábamos y el paisaje y los postes de la luz desfilaban a más velocidad que nosotros, perdiéndose en la distancia, teníamos la impresión atravesar fronteras y llegar al extranjero. Todo nos resultaba extraño, todo nos sonaba muy lejos: Santillana del Mar, Comillas, La Virgen del Camino, Ribadeo... Destinos frecuentes donde nos enseñaban cuevas, museos, monasterios y otras estancias mucho menos atrayentes que los recintos en los que no cabía una baratija más y formábamos cola para comprar naderías y llevarlas a los que se habían quedado en casa: porrones forrados en cuero, botas para el vino, postales desplegables, figuras para encima de las zapateras o televisiones con secuencias de los lugares visitados.

Regresábamos agotados, con las cestas repletas de nuevo: pastas con etiquetas de santos, quesos caseros, mieles y mermeladas y corbatas de Unquera. Un aplauso al conductor. Luego rememorábamos la expedición durante tanto tiempo que pasaba otro año y crecíamos.