El pasado 30 de junio, el claustro de la Universidad de Oviedo no culminó el proceso de reforma de los estatutos de la institución académica. Por decisión de su mesa, la votación de conjunto se pospuso para una nueva sesión del claustro que -según dice la web de la Universidad- «permita ver reflejada de forma masiva la voluntad de quienes representan a la comunidad universitaria». Con el verano por delante, parece oportuno reflexionar sobre un tema de tanta trascendencia para quienes constituimos esa comunidad.

La iniciativa de reforma aprobada por el Consejo de Gobierno y asumida por el claustro en noviembre del año pasado se limitaba a una estricta adaptación de los estatutos vigentes a la legislación posterior, en particular a la ley orgánica de Universidades tal como se modificó en 2007. Sin embargo, ese objetivo reducido se desbordó a lo largo de los trabajos de la comisión de estatutos, fundamentalmente como consecuencia de las enmiendas presentadas por dos grupos de claustrales. Dejando a un lado la valoración jurídica de ese salto cualitativo y aparcando por tanto la duda sobre la legalidad del mismo, el hecho es que el cambio de enfoque en cuanto al alcance de la reforma ha dado lugar a modificaciones sustantivas cuya aprobación puede alterar aspectos relevantes del texto actualmente en vigor.

Tras aprobar unas normas de procedimiento en las que sobre la marcha se introdujeron «aclaraciones» presentadas de palabra sin que figuraran en el texto enviado con la convocatoria, en la sesión del 30 de junio se concedió a los claustrales un único turno de intervención de 30 minutos, dividido a su vez en dos tandas de 15 para quienes estuvieran en contra o a favor de la propuesta de reforma respectivamente, lo que obligó a los interesados en intervenir a adscribirse maniqueamente en un grupo o en otro. El resultado de tan curiosa fórmula fue que los 8 claustrales obligados a etiquetarse prematuramente como contrarios tocaron a menos de 2 minutos cada uno, mientras que tuvieron más suerte los que se denominaron a favor, pues al ser 4 personas casi alcanzaron el envidiable tiempo de 4 minutos. Es difícil encontrar un supuesto comparable en el que el tiempo concedido para las intervenciones no sea idéntico para todos sino que dependa del número de personas que lo soliciten. Siguió después un acelerado sistema de votación en el que en cada caso apenas había tiempo para recordar los textos que se confrontaban, sin que sirviera de ayuda la pantalla colocada al frente del local pues ésta se limitaba a proyectar el número del artículo y el número de las enmiendas, sin facilitar su contenido. Los momentos más pintorescos se vivieron cuando en una votación única se contraponían, de un lado, la propuesta de reforma y, de otro, varias enmiendas distintas a la vez, pese a que el reglamento del claustro, como el de cualquier órgano democrático, establece que en estos casos las enmiendas deben votarse sucesivamente.

Terminada esta fase, la mayoría de la mesa del claustro, que al parecer no contaba con que según el orden del día el claustro terminaba con la votación del conjunto del texto, recurrió a una salida improvisada, la de devolverlo sin votar a la comisión de estatutos para que ésta proceda a correcciones técnicas. El pretexto no pudo ser más inverosímil pues a lo largo de las votaciones parciales no se había aprobado ni una sola enmienda y además, antes de la votación correspondiente, el secretario general había ido señalando precisiones formales en el texto de determinados artículos. Al exponer el acuerdo de la mesa, el rector añadió que siendo precisa la mayoría absoluta del órgano para aprobar la reforma, no sería posible alcanzarla porque en aquel momento el porcentaje de participación era inferior. Con esta decisión, se quiebra el principio de unidad de acto y se olvida que en democracia tan importante es alcanzar la mayoría como constatar su ausencia, siendo obligación de quien preside el órgano asegurar el respeto de estos principios.

Ahora, la reforma vuelve a la comisión de estatutos y este tiempo que se abre permite reflexionar sobre lo alcanzado. Como ya se ha dicho, en el proyecto de reforma, más allá de las adaptaciones legales, aparecen cuestiones de fondo cuyo sentido y consecuencias conviene valorar.

En primer lugar, se propone alterar los porcentajes de representación de los colectivos en el claustro y en la elección del rector para beneficiar a un solo grupo: el de los profesores doctores con vinculación permanente a la Universidad. Esto se hace en detrimento del colectivo del resto del profesorado y sin beneficiar a los otros dos, estudiantes y personal de administración y servicios. Se trata de un tema de fondo que afecta al equilibrio entre colectivos en el sistema electoral y de representación que siempre está en el centro de los debates y que por su trascendencia exige un alto nivel de acuerdo.

En segundo lugar, la propuesta de reforma abre la puerta a la eliminación de las subdirecciones de los departamentos y los institutos universitarios. La expresión «en su caso» que acompaña a todas las referencias que se hacen a estos cargos supone cuestionar una figura consolidada en el modelo de gobierno seguido en esta Universidad desde la entrada en vigor de la ley de Reforma Universitaria que ha funcionado bien. Además, el nuevo enfoque renuncia a que sea en los estatutos donde se solvente la cuestión de si conviene mantenerla o no y lo deja en manos del equipo de gobierno de turno, en detrimento de la seguridad jurídica. Los argumentos de ahorro económico -que en todo caso sería mínimo- no pueden primar sobre la estructura de funcionamiento de la institución.

En tercer lugar, el proyecto de reforma opta por generalizar el discutible sistema de la proclamación automática de los candidatos únicos tanto en las elecciones a cargos unipersonales como colegiados e incluso respecto al defensor del universitario. Sólo el cargo de rector queda a salvo de esta previsión que va en detrimento de la legitimidad democrática pues impide conocer el alcance del apoyo con el que cuenta la persona elegida. Tampoco aquí el ahorro de tiempo o de dinero justifica una fórmula que procede de la ley de Maura de 1907 y su famoso artículo 29, que tan negativos efectos tuvo en el sistema político español. No parece de recibo que en nuestra Universidad tengamos autoridades nombradas «por el artículo 29».

Finalmente, hay que añadir que un grupo de claustrales presentó diversas enmiendas entre las que destacan las destinadas a reforzar el compromiso social de la Universidad de Oviedo. Estas enmiendas han tenido una acogida puramente testimonial en la propuesta de reforma y si esto se mantiene así perderemos una excelente oportunidad de asumir la responsabilidad para con la sociedad y los valores éticos y democráticos de nuestro tiempo, como ya han hecho otras universidades.

Una reforma de estatutos es algo demasiado importante como para aprobarla de cualquier modo y con cualquier contenido. Es una responsabilidad que debe estar más allá de las diferencias entre grupos y no puede ser un pulso ni una demostración de fuerza. La devolución del texto a la comisión de estatutos, improcedente por no ser necesaria una corrección técnica, ofrece sin embargo una oportunidad para encauzar la situación y retomar el objetivo que hasta ahora no se ha conseguido: la reforma por consenso. Estamos a tiempo para hacer de la necesidad virtud.