Mientras las aceras de pueblos y ciudades eran levantadas, no porque estuvieran en muy mal estado, sino para justificar unos sueldos que mitigarán durante un par de meses el paro, el abundante matorral de los montes, crecido gracias a una primavera lluviosa, cambiaban el color verde por el pardo, y se resecaba hasta convertirse en yesca propicia al alcance de un rayo o de una mano criminal, esos perversos Hefestos que asesinan bomberos en la más absoluta impunidad.

Si alguien dice, en pleno invierno, que el próximo verano habrá incendios en los bosques de España, no es un profeta que vaticine el futuro, ni una Casandra que advierta de peligros que pasen inadvertidos a los demás, sino una persona que se limita a formular algo tan obvio como que el agua es húmeda y la roca seca. A pesar de ello, ni la intensidad pluviométrica ni el conocimiento experimentado del peligro motiva un incremento de brigadas para limpiar el matorral al término de la primavera. Los contratistas hacen su agosto con las aceras de las ciudades, en unas reformas perfectamente prescindibles, y los pirómanos hacen su agosto en el monte.

He conocido a hombres bregados en la adversidad llorar como niños ante una ladera ennegrecida, conmovidos al máximo por una visión terrorífica que ha sustituido a la arcadia contemplada desde la niñez. Hace falta ser un perfecto hijo de mala madre para arrimar la cerilla a lo que ha tardado decenas y decenas de años en formarse. Hace falta ser un cabrón de un calibre muy grueso para añadir más desolación a la que ya de por sí los ciclos naturales contribuyen a crear con la desertización de un país en el que los mal nacidos asesinan a personas y convierten el paisaje en un montón de muñones chamuscados y ennegrecidos, y donde las llamas demuestran que no se apagan con transferencias.