El ministro de Asuntos Exteriores, para quien ningún puente es demasiado lejano, se acaba de convertir en la primera alta autoridad española en visitar Gibraltar. El histórico acontecimiento se enmarca, en palabras de Leire Pajín, portavoz oficiosa de un famélico Ministerio de Exteriores cuyo titular apenas abre la boca, en la afanosa lucha del Gobierno socialista por «mejorar la vida de los vecinos de Gibraltar y de los trabajadores que a diario cruzan la frontera». De solicitar que nos devuelvan lo que es nuestro, nada, por supuesto. El Partido Popular ha criticado la visita, que considera convierte a un anacrónico territorio colonial en interlocutor con personalidad jurídica para negociar acuerdos internacionales ¿Por qué si en 300 años nadie ha dado ese paso tiene que darlo ahora Moratinos?, se preguntan desde el PP.

Sobre Gibraltar hay que recordar que una parte de su actual territorio pasó a manos británicas por el Tratado de Utrecht en 1713, pero que otra parte -el istmo que une el peñón a la Península, en el que se halla, por ejemplo, el aeropuerto del territorio- fue ocupada por la fuerza y sin amparo jurídico alguno a lo largo del siglo XIX. Desde que tras la II Guerra Mundial comenzaron los procesos de descolonización que cristalizaron en la desocupación de docenas de territorios en todo el mundo, España ha reclamado que el Reino Unido desaloje aquel trozo de España. Un sinfín de resoluciones de Naciones Unidas han instado a los británicos a abandonar Gibraltar. Diversos procesos bilaterales de negociación han ido fracasando. España ha topado, sin remisión, con los resabios imperiales que todavía se respiran en algunos salones de la Corte de San Jaime, por un lado, y con la feroz defensa que de su chiringuito de fraudes y prebendas han hecho los llanitos, por el otro.

La llegada de Zapatero ha supuesto un cambio rotundo, cómo no, en el «approach» español al tema. En su filantrópica y buenista concepción del mundo, al dúo Zapatero-Moratinos les resulta inimaginable otra situación que no sea la del compañerismo interespacial, así que se sentaron a escuchar muy seriamente a la otra parte para solucionar de un plumazo los contenciosos. En el fondo de su alma, a buen seguro que consideraban que Aznar debía de estar en el fondo del problema. Así que al cabo de unos meses y como muestra de buena voluntad no se les ocurrió otra cosa que condonar de facto la ilegal ocupación del istmo antes mencionado enviando, en una decisión sin precedentes, aviones de Iberia al aeropuerto de Gibraltar -van siempre vacíos, por cierto-, abrir un Instituto Cervantes en el Peñón -¡como si los llanitos no hablasen en casa un perfecto castellano con acento andaluz!- y constituir un foro de diálogo tripartito en el que se da voz y personalidad internacional a un territorio colonial perteneciente, de momento, al Reino Unido. Sobre soberanía ya se hablará cuando llegue a Moncloa un intolerante y opresor internacional, tipo Aznar, vamos.

Fruto de todo eso se produce la visita del pacificador internacional Moratinos. Y lo que uno se pregunta es si el peso de varios siglos de ilegal ocupación, las resoluciones onusianas y la percepción unánime de que aquello es España no eran argumentos suficientes para que «Curro» se quedase en casita y, desde allí, moviera los hilos necesarios para poner en marcha su mesiánica operación.