Finalizaba julio de 1909. Gobernaba Maura. La política del país estaba regida por una extraña suerte de canovismo sin Cánovas. El pesimismo, tras la pérdida de Cuba y Filipinas, era algo más que retórica literaria. España, aún no repuesta, y no sólo en lo anímico, de la derrota ante Estados Unidos, había apostado por una expansión colonial en África, que terminaría por ser el detonante de los trágicos sucesos cuyo centenario tiene lugar en estas fechas. Cuando se tuvo noticia de la cantidad de muertos que se habían producido en Marruecos, en Madrid y Barcelona se convocaron huelgas, pero fue en la capital catalana donde los conflictos sociales se dispararon más. Y, por no hacer mudanza en su costumbre, se decidió que tenía que ser el Ejército el que interviniese apaciguando a los elementos subversivos que se oponían con actos violentos a que los jóvenes perdiesen la vida en aquella sangría absurda, pues sólo podían librarse de ser reclutados aquellos que aportasen una cuota de 6.000 reales, cifra prohibitiva para la mayoría de los obreros, si se tiene en cuenta que el salario medio de un trabajador por jornada venía a ser de unos 10. O sea, se decidía que el Ejército actuase contra aquellos que, con algo que más que discursos, se oponían a que los jóvenes fueran reclutados para aquella extemporánea guerra colonial.

Como siempre, las honorables excepciones: el entonces gobernador civil de Barcelona, don Ángel Ossorio y Gallardo, que acabaría siendo el destinatario de uno de los textos memorialísticos más importantes de Azaña, dimite por no estar de acuerdo con que intervenga el Ejército.

Entre el 26 y el 30 de julio de 1909, se producen disturbios que se saldan con casi un centenar de muertos, varios cientos de heridos, muchos edificios incendiados, religiosos la mayoría de ellos. A resultas de todo ello, cinco condenas a muerte, más de un centenar de destierros, más de cincuenta cadenas perpetuas. Entre los condenados a la llamada pena capital estaba Ferrer Guardia. De nada sirvieron las peticiones de clemencia. Los intelectuales que en la España de entonces tenían, a pesar de todo, gran predicamento, se horrorizan ante la represión que se desencadena. La voz que más se hace oír es la de Unamuno.

Cuando ardió Barcelona, la sangre hervía de tal modo que acabó por derramarse. Pocas son, ciertamente, las ciudades tan consignadas en la mejor literatura contemporánea. Pocas son, ciertamente, las ciudades que sufrieron al mismo tiempo tantos malestares.

Malestar obrero ante un empresariado que era, en el mejor de los casos, caritativo. Recuérdese a este respecto que el domingo 18 de julio (hablamos de 1909) se originan disturbios cuando gentes de la aristocracia, en un enternecedor arranque caritativo, pretenden regalar a los soldados que se embarcaban para África escapularios, medallas, tabaco y alguna que otra dádiva más que les reconfortase en las trincheras y que los favoreciese en el más que posible viaje a la eternidad celestial. Malestar obrero que fue in crescendo como consecuencia también de las miserables condiciones de vida en que estaban sumidos y que se encuentra extraordinariamente plasmadas en la obra maestra de Valle-Inclán «Luces de Bohemia», cuando el obrero catalán, que se define como paria, entabla un sobrecogedor diálogo con Max Estrella, poco antes de que le sea aplicada la ley de fugas. Súmese a ello el malestar propio del nacionalismo catalán ante una España que trataba a todas sus regiones como si fuesen colonias donde había que imponer el orden a toda costa.

Cuando ardió Barcelona, esta ciudad estaba en la vanguardia de la historia de entonces, y, de otro lado, en ella asentaban sus reales los representantes de aquella España fantasmagórica -y hasta tenebrosa- que no había salido aún de los hábitos caciquiles de la Restauración.

Barcelona, sin duda, la ciudad más europea de España, cuya conflictividad obrera se sustentaba en no pequeña parte en el anarquismo que Valle-Inclán encontraba genuinamente español. Así, uno de sus estudiosos, José Antonio Maravall, escribió: «El carlista y el anarquista están reunidos en Valle-Inclán por una misma mística de violencia».

La Barcelona obrera que, en aquella «Semana Trágica», solicitó apoyo y solidaridad en el resto de España, lo que llevó a los propagandistas patrios a lanzar la consigna de que aquellos sucesos tenían carácter separatista.

Aquella Barcelona en la que Lerroux se mostraba díscolo y radical entonces, y que en los años de la República se volvería hombre de orden. Aquella Barcelona en la que Miguel Primo de Rivera ocuparía la Capitanía General de Cataluña en 1922. El personaje que más conjugaba con retranca el verbo «borbonear» y que, según testimonios propios, lo que sabía de política lo había aprendido en el Casino de Jerez, también tuvo su parada y fonda de poder en Barcelona.

Cuando ardió Barcelona, cuando España era, según el personaje de Valle, «una deformación grotesca de la civilización europea», la historia se escribía no sólo con sangre, sino también con un desencuentros con Cataluña que, como vaticinaría Ortega en el treinta y dos, llevaba camino de no resolverse nunca.

En todo caso, en la Barcelona de 1909 se escribió una importante página de la historia universal. En todo caso, cuando el anticatalanismo, aunque por muy distintas razones, vuelve a aflorar, conviene dejar constancia del significado que tiene una ciudad que fue también capital del dolor y que ocupa un lugar de privilegio en la mejor literatura del siglo XX.

Cuando ardió Barcelona, España sesteaba y cometió la gravísima equivocación de actuar como un imperio que sólo existía en la retórica chusquera y de cuartelazo que agonizaba matando.