Han sido bastantes las voces que se han levantado en España en contra de la visita a Caracas del ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos. Alguna de estas voces, especialmente desatinada, ha llegado a decir que con ello «se apuntala el régimen dictatorial» de Hugo Chávez. Lo peor de todo es que lo hagan algunos representantes del principal partido de oposición.

La política exterior española ha sido en ocasiones errática y errónea, adjetivos que son principalmente aplicables a ciertas actuaciones especialmente desafortunadas del propio Zapatero. El titular de Exteriores, en España como en todos los países, no es sino el encargado de ejecutar los planes diplomáticos del jefe del Gobierno. En este sentido, me parece que Moratinos, que tantos ataques ha recibido desde la prensa, no pocas veces por su manera volcánica de recibir las críticas, ha actuado y está actuando con más que suficiente profesionalidad, y así lo reconocen, lo he comprobado, la mayoría de sus colegas.

Últimamente lo cierto es que los aciertos superan a los errores: la presencia de España en el G-20, sea o no a título oficial, me parece significativa, y no podemos alegar solamente que el cambio de titular en la Casa Blanca, además de la indudable simpatía que existe entre ZP y Sarkozy, hayan sido los exclusivos motores del cambio. Sigue faltando una planificación global de la acción exterior española, pero los desastres escasean más que antes. Y no me hablen de los últimos episodios, el guineano y el gibraltareño, como parte de esos «desatinos» que le achacan a Moratinos. El primero, el viaje al único país africano donde se habla (todavía) español, era necesario, aunque alguna expresión de entusiasmo por el régimen de Obiang podría haberse evitado; el segundo, la visita al Peñón, seguramente también era conveniente aquí y ahora, aunque la escenografía podría, sin duda, haberse mejorado.

Ahora viene el encuentro con Hugo Chávez, precisamente cuando el volcán de Honduras -donde trata de extenderse la influencia bolivariana- está en erupción. Nunca más imprescindible que ahora este viaje a Venezuela: a Chávez, que es lo que es y no me despierta la menor simpatía, sino todo lo contrario, hay que reconocerle que ha instalado una «cierta» seguridad jurídica en sus arbitrarias relaciones con los inversores españoles. Y, en todo caso, es quien está ahí, primero, gracias a un golpe de Estado, ahora, reiteradamente, por la voluntad de los electores, que advierten la escasa organización de la oposición.

Misión de toda diplomacia es procurar relaciones armónicas, y hasta privilegiadas, con la mayor cantidad de países posible. No es tarea de un ministro de Exteriores derrocar dictaduras e instalar democracias. Venezuela es un Estado hermano, con el que mantenemos importantes relaciones económicas -también a través del petróleo-, un Estado clave en esa América latina con la que anualmente celebra España sus «cumbres» iberoamericanas. Y es, por cierto, muy importante que Chávez acuda a la de este año de octubre-noviembre en Estoril (Portugal), donde podría comenzar a consolidarse una inmensa comunidad hispano-lusoparlante. De algo de eso hablará también la vicepresidenta De la Vega en su encuentro inminente con los líderes de Paraguay, Uruguay y Brasil.

Creo que hay razones de sobra para aconsejar la visita de Moratinos, y quién sabe si después la de Zapatero, a Venezuela. Chávez está ahí y es, por tanto -traguémonos el sapo- «nuestro» Chávez. Con sus desplantes protocolarios -los ha habido también ahora, pero tampoco es para rasgarse las vestiduras; más han soportado los principales dirigentes mundiales en Marruecos, en Arabia, en la propia Gran Bretaña, y todos, chitón-; con su indudable fanfarria y mala educación, es, glup, «nuestro» Chávez, qué le vamos a hacer.