Estamos en la estación en que debido al ocio las horas pasan más lentamente de lo habitual en ellas, así que permítanme que les hable del periódico que es probablemente el único libro que la gente lee a diario y el mejor antídoto para estar informado en esta metamorfosis estival del tiempo.

Un artículo del sociólogo Paul Starr en «The New Republic» sobre el futuro de la prensa me ha hecho, años después, sacar una conclusión positiva del pesimismo que embargaba a Hutcheson/Bogart en la película de Brooks «El cuarto poder» cuando explicaba a sus compañeros cómo los lectores se ocupaban de los crucigramas y de las recetas y, ocasionalmente y por azar, si daban con la primera página, de alguna que otra noticia. Starr escribe que mucha gente que compraba el periódico por las recetas de cocina o los pasatiempos, incluso por los deportes, acababa enterándose de lo que sucedía en el mundo porque solía echar un vistazo a la primera plana.

Al contrario, los usuarios de internet no necesariamente ven las noticias de la portada, y por ello es probable que cada vez estén menos informados, a medida que decae la lectura de los periódicos. La sociedad acabará pagándolo si se decide a perder la tradicional cobertura informativa y, de paso, la influencia o el mecanismo de control que la prensa ejerce sobre los excesos del poder. El periodismo de toda la vida se ha encargado y encarga de ordenar, como escribió Walter Lippmann, las noticias del día, «una increíble mezcla de hechos, propaganda, rumores, sospechas, pistas, esperanzas y temores». Ese orden, unido a una contextualización, es lo que permitirá, por ejemplo, testar en qué quedarán las propuestas de Blanco sobre las infraestructuras asturianas. Olvídense de buscarlo en el revoltijo de internet.

Se dice que lo que el lector tiene en las manos no existirá en el futuro tal y como lo conocemos. La pregunta es qué puede reemplazarlo para garantizar una vida pública sin sombras.