El atentado de Burgos pone de manifiesto que, a pesar de los voluntarismos optimistas, el terrorismo vasco sigue vivo. Llama la atención que el enorme cuartel de una capital tan significativa y cercana a Vascongadas como Burgos no hubiera detectado a tiempo la colocación de la furgoneta explosiva. Y más teniendo en cuenta que el ministro del Interior había dicho en público dos días antes que la banda tenía preparadas tres furgonetas para los próximos atentados.

Habrá que preguntarse si son suficientes las medidas de seguridad y vigilancia en los cuarteles de la Guardia Civil, y también si son oportunas las locuacidades de Rubalcaba. Puestos a sorprendernos, hagámoslo igualmente por el desliz del presidente de la región, Juan Vicente Herrera, quejoso de que los terroristas no hubieran tenido «la cortesía» de avisar antes de la explosión.

Lleva uno la friolera de cuarenta y un años escuchando las mismas cosas: unánime condena, enérgica repulsa, no ganarán, se pudrirán en la cárcel... Hubo un general, Ibáñez Freire, que hace muchos años dijo: «Los perseguiremos hasta el centro de la Tierra». Pero ahí están, en la superficie. El terrorismo ha continuado al compás que los nacionalismos (ya se sabe: el árbol y las nueces), caldo de cultivo que ha causado una psicosis social cada vez más difícil de desarraigar. No ha habido una política firme de defensa de unos territorios españoles que se han ido entregando poco a poco a la insaciable voracidad de piñón fijo de las minorías periféricas.

El nuevo Ejecutivo vasco, del que tanto se espera, es endeble y aún no ha conseguido sacar de los ayuntamientos a quienes no deben ocuparlos, tampoco es capaz de conseguir que la bandera de España ondee en todos ellos (el mismo López estuvo muy reticente sobre este particular) y hasta el juez Pedraz autoriza que todos estos días se estén celebrando por varios municipios de aquel territorio homenajes a docenas de terroristas en prisión.

Ahora que es posible insultar al Rey, ofender a la bandera española, abuchear el Himno que nos representa y, como digo, ensalzar en público a una serie de delincuentes sin que pase absolutamente nada, estamos autorizados a pensar que mejor que en los tiempos de Quevedo tendrán sentido aquellos versos dolientes: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, hoy desmoronados».

Realmente, como en otros problemas y acontecimientos que nos afligen, estos hechos terribles y costosos no se arreglan con declaraciones manidas o grandilocuentes porque, además, estamos ante una tempestad de desmadres que tienen sus orígenes en los vientos sembrados años atrás. Por lo que conviene repartir el tanto de culpa.

Tal como están las cosas, toda España merece la declaración de zona catastrófica.