Una de las cosas que podemos encontrar cuando salimos de vacaciones es el retazo de nuestras raíces, a veces medio olvidadas, que nos abanica el corazón con los aires de nuestra infancia.

Me gusta considerarme ciudadana de todos los sitios en los que he residido porque, invariablemente, siempre hay algo que toca alguna de esas fibras que más tarde, en la distancia, activará esa nostalgia tan molesta que nos sacude cuando menos lo esperamos; porque el hecho de nacer en uno u otro lugar es, tanto en mi caso como en otros muchos, algo accidental y no la consecuencia del inmovilismo de algunas familias, y porque siempre he creído que si todos los hombres nos consideramos vecinos del mismo mundo nos resultará más fácil buscar el bienestar común sacando del planteamiento, de cualquiera de los problemas que puedan surgir, el término «extranjero».

Pero un buen día, el destino disfrazado tal vez de vacaciones te lleva a encontrarte con algo que no sabías que guardabas en tu interior. Puede que sea una música, unas cuantas palabras escondidas entre la letra de una canción popular o un desfile de paisanos vestidos con unos trajes a los que su anacronismo no ha restado ni pizca de belleza. Sirve cualquier cosa porque el hecho de encontrarnos en ese determinado lugar ha allanado el camino para que salgan los recuerdos. Y, pensándolo fríamente, la verdad es que no tiene nada de malo y sí mucho de comportamiento puramente humano.

Quizá sea una reminiscencia del comportamiento del hombre cuando le dio por pensar y diferenciarse, así, del resto de los mamíferos. El hombre evolucionó, partiendo de su calidad de «social», desde el cobijo de una manada. Todo lo que evoluciona siguiendo caminos diferentes termina siendo distinto y es precisamente en esas diferencias en las que están escondidas nuestras raíces, algo que el hombre ha celebrado con cánticos y rituales propios de esa evolución que, aunque en la misma dirección que las demás, siempre mantiene su atributo de paralela.

Por eso es inevitable que tengamos raíces, como lo es también que encontrarnos con ellas nos apretuje un poquito el corazón y nos empañe la mirada. Y no es nada malo. Lo que sí lo es, sin embargo, es que las esgrimamos como armas arrojadizas para creernos mejores que los demás y sacar cualquier tipo de provecho de esa situación. No deberíamos olvidar nunca que las personas somos las moléculas de la sociedad y que cuanto más dispersas nos encontremos, más frágil será el conjunto de la humanidad.