Que las televisiones públicas españolas, sean éstas estatales, autonómicas o locales, son un vergonzoso instrumento de propaganda del Gobierno de turno que las controla es algo que pocos se atreverían a discutir. Que constituyen, además, por su aberrante propensión al despilfarro, un elemento de distorsión contrario a las más elementales leyes de la economía de mercado es una realidad aceptada por todos, salvo gobernantes y sindicatos defensores de las prebendas de sus superpobladas plantillas. Reina en esa rémora del intervencionismo estatal que tanto preconizaban los estados totalitarios la abulia, el colaboracionismo con el régimen y la ausencia casi absoluta de sentido crítico. En algún caso, la televisión pública de turno acaba convirtiéndose en una dirección general más al servicio del presidente de turno, quien, no conforme con predeterminar los contenidos de los informativos de la cadena, se mete incluso a hacer de regidor, cámara y, por qué no, técnico de iluminación a la búsqueda de aquel plano en el que vaya a salir más favorecido.

Es bien cierto que en este panorama aciago, poco justificable en plena eclosión de la sociedad de la información, existen matices. TVE, por ejemplo, viene demostrando desde la llegada de Luis Fernández a su dirección, unos niveles aceptables de subjetividad, partiendo de la base de que exigir completa imparcialidad a un ente público resulta impensable. En comparación con los sorprendentes informativos de la mayoría de las televisiones autonómicas de uno y otro colores, los de nuestra televisión estatal se han convertido en los últimos tiempos en moderado refugio para quienes buscan información y no adoctrinamiento. Se ha acercado, con ello, a lo que ofrecen las televisiones privadas, con las que compite en calidad de contenidos y número de espectadores.

Algún indocumentado, sin embargo, todavía no se ha dado por enterado de este giro. Quizá lo reciente y novedoso del mismo haya inducido al error, pero durante la última rueda de prensa de Celestino Corbacho, el célebre «Tigre de L'Hospitalet», también conocido como «Ministro del Paro», a su director de comunicación no le sentó nada bien la pregunta de un redactor de TVE. Suponemos que porque de alguien de esa cadena, un sumiso y feroz guardián de la integridad de su jefe como es el señor Manel Fran i Trenchs, no esperaba sino palabras de adulación y palmaditas en la espalda. Cuando constató que no las hubo, le salió el ferviente defensor de la libertad de expresión que suele anidar en todo buen director de comunicación y acabó amenazándole con aquello de «voy a quejarme, lo has hecho muy mal, voy a pedir quién eres y asegurarme de que no vuelvas».

Este vergonzoso incidente epitoma, como ningún otro, el concepto que sobre la independencia de las televisiones públicas se tiene desde las filas socialistas. El mismo, poco más o menos, que se tiene en buena parte de las populares. Queda por ver si, por fin, Esperanza Aguirre vuelve a tomar la delantera y consigue privatizar de una vez Telemadrid.