Los prospectos farmacéuticos deberían advertir de que el nacionalismo sanitario es perjudicial para la salud. La llegada de la gripe A ha puesto por primera vez a las comunidades autónomas ante la evidencia de que España no tiene un sistema sanitario, sino diecisiete descoordinados, y de que para combatir con eficacia las emergencias se necesitan decisiones centralizadas, ágiles y rápidas que lleguen de inmediato del todo a las partes. El miedo de los políticos a la propagación de la enfermedad parece convencer ahora a todos de una obviedad: los virus son globales, no entienden de fronteras nacionales o autonómicas y no hay para ellos soluciones exclusivamente regionales. Veremos si esta lucidez es transitoria o persiste cuando pase la pandemia.

Los retos de la sanidad ponen de manifiesto «la necesidad imperiosa de adoptar un modelo común que sea ágil y vinculante». La frase podría haberla dicho uno de los defensores de la reunificación del sistema nacional de salud, que empiezan a ser legión en España ante el desmadre sanitario. Pero no, la pronunció hace poco la consejera de Salud de la Generalitat de Cataluña, Marina Geli i Fàbrega, persona en nada sospechosa de entusiasmarse con el centralismo. Lo que no ha podido la racionalidad política lo ha conseguido un virus. Ha tenido que aparecer la seria amenaza de la gripe A para que unos y otros, los partidarios de la sanidad única y los que no se apean del virtuosismo federalista, acaben por concluir lo mismo.

El H1N1 tiene preocupado a todo el mundo, pero ya cuenta con algo positivo a su favor. Por fin, y que dure, las autonomías actúan unidas y acatan las directrices que marca la Administración central, inspiradas a su vez en las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Y es que ahí reside el problema. En España, hasta ahora, en un caso único en el mundo occidental, no existe un sistema de salud, sino diecisiete sin una coordinación a todas luces necesaria. Esa coordinación exige la unanimidad en nuestro caso. Hay que poner de acuerdo a diecisiete consejeros, con variados puntos de vista y distintas capacidades económicas. Es desesperante.

La historia reciente de este experimento está llena de descoordinaciones y deslealtades: regiones que aplican calendarios de vacunación divergentes, enfermeros que en una comunidad sí dispensan recetas y en otras no, hospitales que cubren gratis operaciones que otros no aceptan, gobiernos que rebotan a los pacientes procedentes de otras autonomías para no correr con la factura... y muchas más aberraciones que discriminan a los usuarios, como si todos no estuvieran dentro de un mismo país.

La sanidad supone el gasto más cuantioso de cualquier región, pero todas, enceladas, se apresuraron en su día a reivindicarla por el goloso volumen de recursos con el que engordaban sus cuentas. Hoy es un pozo sin fondo y constituye para muchas una insoportable carga que obliga a revisar permanentemente el modelo de financiación. Las consecuencias están bien frescas. Díganselo además al Principado, que necesita aplicar un recargo impositivo en cada litro de gasolina para que le cuadren los números, que ahora mismo afronta un plan de caballo para ahorrar dinero con el que pagar las nóminas o que ya habla abiertamente de que en el futuro no podremos cubrir nuestros costes sanitarios.

Bienvenida sea la cordura, aunque llegue de la mano de una epidemia. Si importante es que el reabierto debate sobre «responsabilidades centralizadas», como las define la consejera catalana, se sustancie en el futuro en reajustes del modelo sanitario, más decisivo resulta ahora combatir eficazmente la pandemia. La primera batalla que se precisa ganar es la de la divulgación certera y clara. La incertidumbre es más dañina que el germen. Hemos pasado de la «pandemencia», cuando se desaconsejaba la corbata porque podía ser un reservorio de microorganismos o se reclamaban escáneres de temperatura en los aeropuertos, a la «pamplina»: aquí no pasa nada. Tantos especialistas a todas horas repitiendo esa misma cantinela provocan el efecto contrario: desconfianza.

Hay que equilibrar la dosis de tranquilidad y la de responsabilidad, y situar el H1N1 en su medida justa. Ni peste novelesca ni arma apocalíptica. No se trata de algo desconocido. Estas mutaciones suelen ser cíclicas, cada 20 o 25 años. De hecho la Humanidad ya pasó por tres desde el pasado siglo. El virus de la gripe cambia cada año y todas las gripes fueron en su momento nuevas. Un virus se mide por su capacidad de propagación y su peligrosidad, y las de éste, frente a los anteriores, son menores. Por ahora es una epidemia como la de todos los otoños, más latosa por nueva que por gripe. La única diferencia: ante la gripe normal un 60% de la población tiene defensas; frente a ésta nadie está inmunizado. El organismo, hasta que la sufra, carece de memoria inmunitaria. Es una certeza que afectará a millones de personas. En lo individual, no es más peligrosa que otra gripe cualquiera. En lo social, en sus picos altos, sí puede resultar caótica por alcanzar a más gente. El año pasado entre un 4% y un 8% de los asturianos pasó la gripe; éste puede hacerlo entre el 30% y el 40%.

Pensar que toda protección es poca conduce más a la paranoia que a la seguridad. El mejor testimonio de la normalidad con la que hay que afrontar esta crisis lo dio en LA NUEVA ESPAÑA la asturiana de mayor edad que se contagió y una de las que estuvo más grave: «Hay que transmitir optimismo y esperanza. No tengan miedo. Yo la pasé y aquí estoy», dijo. Mientras, esperemos que el arrebato de sensatez les dure a las comunidades autónomas porque queda por recorrer lo más duro: los contagios masivos. A la hora de decidir a cuánta población vacunar o con qué medios tratarla, la diferencia de recursos entre unas y otras puede hacerse patente. Y ahí sí que no caben las desigualdades. Más que a los ciudadanos, lo que el virus va a poner a prueba de verdad son las costuras del sistema sanitario.