El otro día presencié un hecho, por desgracia, habitual. Estaba esperando al autobús cuando una muchacha se acercó al joven que yo tenía al lado. Le pidió un cigarro y el chico, todo piercings y demás aditamentos modernistas, le contestó con una educación no exenta de cierta chulería, que sólo le quedaba el que se estaba fumando. Hasta ahí, bien. Pero no habían pasado ni cinco minutos, el cigarrillo humeante aún no se había consumido, cuando de la fila de enfrente se acercó otra muchacha, pocos años mayor que la anterior, a pedirle al piercingero el mismo cigarrito; imaginad mi sorpresa cuando el chico, todo sonrisas totalmente exentas de la chulería anterior, sacó un paquete de tabaco, del bolsillo de su pantalón, y le dio a la rubia el cigarrito. Sí, se me había olvidado mencionar que la primera chica tenía algún problema que hacía que pesase unos cuantos kilos de más, y la segunda, no sólo era lo que mi madre llamaría una sílfide (espíritu del aire), sino que además era rubia y llevaba minifalda.

La verdad es que me dio rabia que una de las chicas se quedase sin fumar porque la genética no tuvo en cuenta la moda a la hora de diseñar sus contornos. Pero lo que más rabia me dio, fue comprobar que hay personas que se denigran a sí mismas de esa manera porque me hace pensar que el hombre (hablo de especie y no de género), no ha evolucionado nada después de caminar sobre la tierra los milenios que llevamos en ella. Comprendo esa teoría, que algunos mantienen, y que dice que aquel instinto ancestral de animales irracionales sigue dentro de nosotros haciendo de las suyas y, como consecuencia, tanto hombres como mujeres perdemos la racionalidad cuando nos encontramos con un espécimen interesante del sexo contrario por aquello de la perpetuación de la especie, pero hombre? ¡hasta ese extremo!

Es cierto que vivimos esclavos de la estética y nos avergonzamos, como si fuésemos culpables de la información que lleva nuestro ADN cuando en realidad no somos ni siquiera responsables de ella, si padecemos esta o aquella enfermedad, esta o aquella discapacidad? Porque la obesidad mórbida es una enfermedad de la que sólo sabe su dureza quien la padece, y los aquejados por esta dolencia tienen el corazón en el mismo sitio que los demás, se ríen de los mismos chistes y lloran cuando alguien los discrimina por algo de los que son inocentes. Somos crueles y, lo que es aún peor, nos vanagloriamos de ello cuando tenemos ocasión de hacerlo. Por eso, la pregunta sólo tiene una respuesta: no, la generosidad no es una cuestión de hormonas.