Usted, contribuyente asturiano de clase media, que ha hecho unos ahorros con el trabajo de una vida, tiene que pagar cada año a Hacienda el 18% de las ganancias que obtiene de ellos, así los haya depositados en cuentas, fondos de inversión, seguros de vida, acciones de bolsa o pisos y bajos comerciales por cuya venta perciba unas plusvalías. Un millonario con capacidad para constituir una sociedad de inversión de capital variable (SICAV) acumulará muchísimos más bienes, pero tributará sólo el 1% por el capital y un 18% por las plusvalías, frente al tipo general del 30% del impuesto de sociedades para el resto de compañías.

Para crear una sociedad de este tipo es preciso poseer un capital mínimo de 2,4 millones de euros y, en teoría, 99 socios. Sólo en teoría, porque a quien tiene fortuna los ficticios acompañantes se los busca su entidad bancaria. A esos socios de paja o testaferros los inspectores fiscales y los empleados de banco los llaman en el argot «mariachis», por la letra de una de las más populares rancheras que dice aquello de «con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero...». Las SICAV nacieron como un instrumento financiero de inversión colectiva, pero se han desnaturalizado de manera escandalosa y hoy constituyen una vía por la que las grandes fortunas mantienen una fiscalidad privilegiada, con la anuencia del poder político.

Las injustificadas y baldías prebendas otorgadas improvisadamente en los tiempos de bonanza comienzan a pasar factura. El Gobierno gasta el doble de lo que recauda, vivimos en estado de emergencia fiscal. Fue Zapatero el que presumió hace poco de que «bajar impuestos es de izquierdas». Pues los va a subir. Nada concreto se sabe todavía del alcance de la reforma, salvo que afecta a los rendimientos del capital. De 18,7 millones de declaraciones del IRPF, más de 16 millones tienen que cotizar por este concepto. En Asturias, de 519.048 contribuyentes, lo hacen 341.461. El Gobierno atrapará con esta vuelta de tuerca en su máquina recaudadora a la mayoría de las familias asturianas y españolas de las clases medias y bajas.

Tres mil grandes fortunas de este país tienen bajo su control en sociedades de inversión, las susodichas SICAV, un patrimonio de 27.000 millones de euros por el que tributan el 1%. Los ahorros de 16 millones de españoles suponen poco más, 36.000 millones, y tributan al 18%. Con las SICAV hay, en primer lugar, una ambigüedad en la normativa, que entraña por otra parte una cierta inseguridad jurídica, pero sobre todo lo que falla es la diligencia inspectora de Hacienda, que, por presiones políticas, hace oídos sordos a lo que está ocurriendo, mientras que con los más débiles utiliza una excesiva agresividad recaudadora.

Ni Zapatero ni José Blanco, ministro de Fomento, sorprendente heraldo encargado de anunciar en plena canícula la reforma, han expresado hasta ahora una voluntad firme de cambiar la fiscalidad de las SICAV, un fondo para los ricos creado por Aznar seguramente por temor a una fuga masiva de capitales y que el actual presidente tiene la oportunidad de reformar para que los paganos no sean los de siempre. Un veterano socialista como Luis Solana acaba de escribir en su blog a propósito de esto: «Hay que proteger el ahorro para que genere actividad económica, pero hay protecciones que se entienden mal el día en que es necesario subir impuestos».

Con este Gobierno socialista, la presión fiscal ya creció un 2,6%, tres veces más que la media de la UE. Ahora Zapatero pretende quitar a las familias, que no pueden evadir sus capitales porque no los tienen, lo que este Gobierno y los anteriores del PP no se atreven a reclamar a los ricos, porque éstos sí pueden sacar sus fortunas de España hacia mercados más competitivos que el nuestro o hacia los paraísos fiscales, a los que tampoco nadie parece dispuesto a poner coto.

Mientras Alemania y Francia, los primeros países europeos en remontar el vuelo, bajaron impuestos, Zapatero parece dispuesto a sacar más dinero al incauto. Lo que únicamente es una decisión política, y discutible según todos los expertos económicos, incluidos los filosocialistas, pretende presentarlo como un ejercicio de responsabilidad social. En el argumentario socialista, quien antes era antipatriota por alertar de la crisis es ahora insolidario por oponerse a la revisión tributaria. Ya que se pide a los españoles que aflojen el bolso, es pertinente preguntarse si los recursos extraordinarios movilizados contra la recesión se están empleando de la manera más adecuada. Y da la impresión de que, llámese «plan E», de obras para hoy y paro para mañana, o subsidio de 420 euros para desempleados que agotaron la prestación, la mayoría se destina a labores escasamente productivas, en vez de abordar de una vez las reformas estructurales que necesita nuestra economía para ser competitiva en el exterior y crear puestos de trabajo en España.

No es momento de remiendos, sí de decisiones profundas. Pero lo que se hace es gastar, sin calibrar nada bien en qué, algo que excita la voracidad de unas administraciones públicas de desmedida vocación deficitaria y manifiesta incapacidad. Nadie habla de ahorrar. Zapatero pide ayuda a los ciudadanos, pero no explica cuál va a ser la contrapartida de su esfuerzo para evitar derroches. ¿De qué va a prescindir en el inevitable ajuste presupuestario? ¿Qué piensa hacer contra el fraude fiscal, con cuya reducción obtendría unos ingresos semejantes a los del aumento de la tributación por las rentas del capital?

La responsabilidad de quien gobierna no es sólo vender optimismo. Hay que decir también la verdad. Desde el principio de la crisis se intenta escamotear a los ciudadanos la gravedad de lo que está pasando. Para remontar esta situación crítica se necesitan decisiones más imaginativas y valientes que la de subir impuestos a quienes más contribuyen por sacar adelante el país. Negarse a verlo ahora que tanta falacia cae por su propio peso es hipotecarse y condenarnos a la ruina durante mucho tiempo.