La pasada primavera se despidió con la publicación del libro «Titadyn», en el que Antonio Iglesias, un químico muy prestigioso e independiente -o sea, un científico de verdad- demuestra ad náuseam que en los trenes del 11-M no explotó Goma 2 ECO, sino Titadyn.

Dicho de otra manera, la versión oficial es perfectamente falsa, porque la pieza fundamental -el arma del crimen- es falsa. O errónea, si se quiere ver así. La sentencia, claro, se basa en un error monumental. Con esos mimbres no es de extrañar que sólo se haya condenado a un esquizofrénico de Avilés y a dos moritos de Lavapiés, tres personajes perfectamente inverosímiles si se trata, como se trató, del mayor atentado terrorista de la historia de Europa occidental.

Pues bien, el verano se despide con una sentencia en la que la juez absuelve a los periodistas más combativos contra la montaña de mentiras que llevan cinco años intentando colarnos los medidos oficiales y, de paso, claro, funda una miríada de sospechas, con lo que se catapultan las posibilidades de llegar a saber algún día la verdad.

En todo esto del 11-M lo más extraño entre lo ya de por si rarísimo es que PSOE y PP rivalizan en marcar al respecto todas las distancias imaginables. Es inexplicable esa aguda fobia que ambos partidos manifiestan por igual. Sea como fuere, el verano, insisto, arrancó con un libro demoledor, que abre una vía segura hacia la verdad, y muere con una sentencia aún más demoledora si además se tiene en cuenta que absuelve a los que buscan la verdad y condena a los que ponen trabas, que de ésta quedan, encima, bajo la sospecha de encubrimiento.