La moral y la vergüenza ciudadanas andan por los suelos y la sociedad se ha convertido en un conglomerado de seres que no saben ni quieren distinguir entre lo incorrecto y lo normal. Aquí se le da la mano a todo el mundo y, como último recurso, se habla mal del prójimo a sus espaldas, en la íntima seguridad de que hace lo propio con nosotros. Como antes ocurrió en grandes naciones que desmontaron a propósito los últimos escalones éticos -Francia, tras la larga época socialista de Mitterrand, es ejemplo más palmario- hay que dar un salto para alcanzar la realidad. Si hubiera que apellidar con una palabra esta época -incluso a escala planetaria- sería la de la corrupción.

La política ha ido derivando hacia una profesión, incluso heredable, donde mantenerse agarrado al puesto constituye la principal de las artes. Un confuso e inextricable entramado engancha los intereses particulares con los políticos y nos vemos con un estamento social enorme, formado por funcionarios completamente innecesarios, o sea, injustificables en el aspecto productivo; cargos inventados sin función específica o doblando una ya existente y multitud de personas de ambos sexos que cobran de la misma fuente: el Estado.

Pero el Estado no es un tío rico al que sacarle los cuartos, sino que lo son todos los ciudadanos, entre los que se produce una desigualdad patente: unos cobran por hacer poco más que nada y otros trabajan para pagar a los primeros. La recurrente y terca incompetencia del presidente del Gobierno y la de parte de sus asistentes -elegidos no en función del conocimiento de determinadas materias, sino para cubrir estólidas cuotas- producen situaciones que conciernen a la mayoría de los ciudadanos, a los que, previamente, se ha engañado con promesas electorales, confeti, concejalías o palabras enrevesadas e incomprensibles.

Es el gran fracaso de la democracia, que tiene la alternancia como coartada y el poder como trofeo para enriquecerse. Acaban de publicarse los Presupuestos Generales del Estado, que precisan de aprobación parlamentaria, y de su lectura no se deduce la necesidad de que unos departamentos consuman más que otros o que haya ministerios necesarios. Como breve ejemplo, el de Educación, Política Social y Deporte (ya me dirán qué tienen en común las tres cosas) se desgaja del de Ciencias e Innovación y Cultura, con un agregado, el Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino, además de otro designado difusamente como Ministerio de Entes Territoriales, que suman una cantidad mareante de millones de euros cuyo destino es un misterio para la mayoría.

No lo han inventado unos contra otros, es obra común y cuando se descubre la corrupción, el cohecho o el fraude pocas veces «se canta la gallina», sino que contra un atraco a la Hacienda pública se contesta con: «¡Anda que tú!».