Más enigmático que el Nobel de la Paz a Obama es que el presidente de Estados Unidos se haya tomado el premio como «un llamamiento a la acción». Esas palabras, viniendo de quien vienen, meten miedo, dado que en la forma de actuar de la primera potencia del mundo para resolver los conflictos, los cañones han sido, por regla general, un argumento, al menos, tan utilizado como la mantequilla. Por ello y en este caso la acción, bien entendida, resulta más preocupante que el Nobel en sí.

Lo que sorprende del Nobel de la Paz a Obama es que apenas ha tenido tiempo para demostrar sus intenciones pacificadoras. Pero sorprende menos de lo que a simple vista parece, ya que con algunos de los galardonados que han precedido al presidente de Estados Unidos hemos perdido capacidad de asombro. Es razonable preguntarse, por ejemplo, los méritos contraídos por Henry Kissinger o Arafat. A Kissinger se lo dieron, al parecer, por firmar la paz de una guerra que él mismo atizó. A Arafat, conspicuo terrorista, por el intento de sellar un entendimiento en Próximo Oriente que después él hizo todo lo posible para que no tuviese un final feliz.

El caso de Jimmy Carter es distinto. El premio lo obtuvo después de dejar la Casa Blanca, por sus esfuerzos como mediador, todos ellos, hay que decirlo, baldíos. Su madre, Lillian, ya había muerto y no pudo asombrarse del Nobel, al contrario de lo que sucedió cuando su hijo fue nominado para la Presidencia y dijo aquello de que Jimmy no era precisamente el más listo de la familia.

Carter ha sido, no obstante, el más hábil para vestir la controvertida decisión de Oslo. «Es una valiente declaración de apoyo internacional», comentó a los periodistas. Según él, el premio significa que el presidente y su Administración representan una esperanza no sólo para Estados Unidos, sino para el mundo entero.

Menos mal.