Lo vimos en tantas funciones teatrales y en tantísimas películas que es difícil no perderse en la larga serie. Aun así, lo evidente destaca con fuerza: López Vázquez es el marqués hijo de todas las escopetas nacionales, el torpe rijoso impenitente, el último eslabón, perdido y hallado, de un estamento social que se ha extinguido hace tiempo y juega a saberlo/ignorarlo, la zote calamidad viviente y vividora a costa del complejo de inferioridad de los desclasados y rampantes en general, el zombi, modelo y arquetipo, de todas las memorias históricas.

Muere el actor, pero sigue el personaje, y aun cuando éste se extinga -que nada es eterno- continuará, y a más, el tipo humano, repetido en otros muchos a día de hoy y por los siglos de los siglos, amén.

Más allá de las cuitas de la aristocracia española, tronada en todas las direcciones, hay que ver en esa serie genial de Berlanga a los mandarines que pueblan este país: son los que cuentan, rajan y operan de verdad. Y para no resultar masoquistas, vale lo mismo para Francia, por ejemplo, con la peste que despiden Chirac, Villepin y Pasqua, ahora empitonados por Sarkozy, y después a saber lo que aparece.

Quiero decir que más decadente aún que el aristócrata de las películas aludidas me parecen esas vicepresidentas tan ligeras de peso como cargadas de complejos que se explicitan en el derroche de trapos -¿de dónde sacan pa tanto como destacan?-, que hace poco escandalizó en una reunión de ministros europeos.

Y todavía con menos futuro que el tonto del bote interpretado por López Vázquez se muestra el sistema de partidos español, donde los ladrones endémicos se han disfrazado de virtuosos justicieros para abrasar a los nuevos cacos y sus teléfonos tan pinchados que hasta los suspiros se vuelven cargos.

El trabuco nacional se debería titular la película, porque vuelven el Antiguo Régimen, las taifas, los estamentos, las corrupciones, los privilegios y la falta de libertad. El marquesito está de enhorabuena.