Hace poco me contaban una conversación con un padre cuyo hijo de 9 años ocupaba todas las tardes con actividades extraescolares: lunes, miércoles y viernes, primero inglés y luego fútbol; martes y jueves, primero francés y después natación. Para muchos padres las actividades de la tarde sirven para que alguien se ocupe de sus hijos mientras ellos trabajan. Para otros, como este caso, una forma de alejarlos de la perniciosa calle. Es evidente que la vida familiar ha cambiado mucho desde los años 80, y aunque nosotros apostemos por una vida diferente en la actualidad, debemos agradecer, egoístamente, que la mayoría de nuestras madres no trabajasen.

Yo, además, siempre me he alegrado de haber disfrutado de una infancia de barrio, de esas que nos permitían jugar en la calle hasta las tantas, así que al pensar en clases de idiomas y deportes repletas de niños sin tiempo libre, no puedo evitar recordar con nostalgia las horas de mi niñez en las calles de Llaranes, cuando jugábamos a «piésbol» en los jardines de nuestro portal (aquellos partidos en los que participábamos vecinos de todas las edades), los gritos de las madres desde las ventanas para que subiéramos a coger la merienda (un ansiado bocadillo de Nocilla o chocolate), cuando pasábamos las tardes en los columpios, o dibujando casas con tiza en el alquitrán de la carretera, saltando a la goma o a la comba, jugando al cascayo, al pañuelo o al escondite.

Con frecuencia nos desgañitábamos llamando a nuestras madres desde abajo para que nos tirasen un duro por la ventana, aquella moneda que caía como a cámara lenta desde el octavo hasta rebotar con un leve tintineo contra el suelo y que, milagrosamente, nos daba para comprar varias cosas en el quiosco de Vicenta. Algunas tardes hacíamos excursiones a la Toba en bicicleta, cruzábamos puentes sobre un sucísimo río Arlós, recogíamos de los arbustos infinidad de moras (que yo, lo confieso, nunca llegué a comerme) y contemplábamos los aviones de aeromodelismo sobrevolando nuestras cabezas. Desaparecíamos durante horas, sin móviles, con la independencia de no ser localizados, con la esperanza de pasar una tarde viviendo peligrosamente, con el miedo de encontrarnos con «Caraquemada» (que presuntamente frecuentaba los montes de la Toba y al que nunca llegamos a ver) o al innecesariamente temido (ahora entrañable) gitano mudo, cuyos aspavientos y dificultad de comunicación nos hacían correr despavoridos. Y, así, vivíamos mil historias que nos hicieron crecer, a veces de repente, con juegos que forman parte de lo que hoy somos, y en calles -ahora desiertas de niños- que permanecen imborrables en nuestra memoria.