Todos los años por estas fechas, con los primeros fríos del otoño, llegaba a este hemisferio una epidemia de gripe, enfermedad infectocontagiosa de origen vírico que se transmite preferentemente por contagio entre humanos. La gente era consciente de su arribada por una sensación generalizada de malestar que se traducía en cefaleas, escalofríos, dolores articulares, congestión de las vías respiratorias, fiebre, disminución del apetito, estornudos y toses. Los síntomas eran tan comunes, banales y conocidos que no hacía falta llamar al médico para diagnosticar la enfermedad, salvo que surgieran complicaciones asociadas a otros padecimientos. Y lo mismo ocurría con el tratamiento aplicable al caso. ¿Quién no sabe que la gripe se cura normalmente con agua, aspirinas y varios días de reposo?

Este año, no obstante, tenemos dos gripes en circulación, la estacional, o propia de cada otoño, y la conocida como gripe A que antes se llamó también «gripe porcina». Hasta que se le cambió el nombre para no perjudicar los intereses comerciales de la potente industria de productos derivados del cerdo. La coincidencia en el tiempo de estas dos clases de gripe viene provocando algunos problemas porque la sintomatología de ambas enfermedades es muy parecida y hasta que los médicos no analizan con detalle cada caso es muy difícil diagnosticar si se trata de la una o de la otra.

Por si esto fuera poco, la clase política mundial, los medios de comunicación y las grandes empresas farmacéuticas han creado un clima artificial de alarma que ha contribuido a aumentar la confusión. En un primer momento, se dijo que la gripe provenía de un virus que había pasado del cerdo al hombre, previo haber sufrido una mutación en unas granjas de México. Según explicaron, las autoridades, el virus mutante podría resultar peligrosísimo para la salud humana, porque se desconocía todo sobre él y no existía una vacuna eficaz en el mercado. Para adobar convenientemente el clima de histeria colectiva, los medios recordaron las funestas consecuencias de la llamada «gripe española» de 1918, a la que se atribuyeron millones de muertos, y las televisiones transmitieron imágenes de miles de ciudadanos mexicanos andando por la calle con mascarillas para prevenir el contagio. La posibilidad de un Apocalipsis vírico se extendió rápidamente por todo el mundo y se dieron algunos incidentes chuscos como el internamiento de unos soldados en un cuartel de Madrid al padecer uno de ellos lo que no pasó de un catarro de verano.

Por supuesto, los políticos, no contribuyeron a tranquilizar el ambiente y se enredaron en discusiones absurdas sobre la cantidad de vacunas que habría que suministrar a la población. En España , por ejemplo, el Gobierno socialista sostenía que solo debería vacunarse a la población de riesgo, un 40% del censo, mientras que la oposición del PP insistía en que la protección debería ser universal para no hacerse cómplice de un genocidio. Afortunadamente, con el paso del tiempo la situación se ha sosegado en buena medida y la ministra de Sanidad ha podido acordar con los consejeros de las 17 comunidades autónomas un calendario de actuaciones medianamente razonable. No sin antes firmar con las grandes multinacionales farmacéuticas un documento que las exime de cualquier responsabilidad sobre las hipotéticas consecuencias negativas de las vacunas que suministran. Igual que hicieron el resto de los gobiernos del llamado mundo desarrollado.

¿A qué vino entonces tanta alarma? ¿Dónde está el negocio?