En 1991, a la temprana edad de ochenta y cinco años y en el discurso de agradecimiento del premio «Cervantes», Francisco Ayala hace una finta a la muerte citándola de frente sin enmendarse. Recuerda que, por ironías del destino, el día que recibió la noticia de tan ilustre galardón se encontraba al borde mismo del más allá, que es un sitio del que tampoco han vuelto los escritores. Se agarró a una vieja leyenda, seguramente susurrada a trasmano en alguna de las esquinas sureñas de su exilio americano, según la cual un moribundo obtiene por una gracia especialísima un aplazamiento en el último trance para que pueda llevar a cabo aquella tarea que en su improvisación descuidó un día tras otro. Naturalmente, se trata de que una vez agotado el plazo la tarea siga inconclusa, de tal manera que el momento definitivo siga inevitablemente a la espera.

La prodigiosa alianza de Ayala con la vida, esto es, 103 años útiles, años con todos sus avíos (más o menos, supongo, los avíos), debería explicarse con este viejo truco rural más que con el güisqui, la miel y otras libaciones que manejan con amplia licencia sus innumerables biógrafos. Un siglo y tres años deben de dar de sí lo suficiente para que los biógrafos aparezcan por décadas y, lo que es pura literatura, se le vayan muriendo al biografiado. No sería mala empresa echar mano de los cincuenta a esta parte y descubrir cuántos estudiosos de la obra de Ayala se han ido quedando en el camino, con su lápida y su noviembre eterno, eso que Benedetti llamaba el socialismo de los esqueletos.

Ni la miel pues ni el güisqui aunque mis preferencias por esta segunda opción me hacen proclive a concederle una mayor base científica. Ayala se fue inventado pactos y aplazamientos con la muerte con tanta habilidad que a partir de los (sus) prodigiosos noventa, todo lo que sucedía en sus existencias no eran más que meras razones para el vuelva usted mañana, señora muerte, que hoy estoy ocupado y no quiero dejar en mal lugar a estas criaturas tan amables que han venido desde tan lejos. O mejor, hoy tengo una entrevista en la radio. O mejor, es que hoy me han mandado la documentación de la propuesta de la candidatura al premio Nobel de Literatura (2004). Y así, enredando, que a todos se nos había escapado de las agendas que cualquier día de estos se tendría que morir. No porque estuviera muy mayor ni nada por el estilo ni por falta de biógrafos treinta años más chicos que él y a punto de palmarla, sino seguramente, porque se le habían agotado los trucos. O ya le parecían tan usados que, esta vez, sabía que no iba a colar. Aunque, dicho sin afán de paisanaje, ni sé si lo del Nobel hubiera seguido teniendo su chance.

Cuando me preguntan, y alguna vez ha sucedido, por Ayala y yo, pues siempre digo que me quedo con «Muertes de perro», que me llegó a las manos con ese pequeño temblor de lo que había sido semiclandestino y que lo leí con el entusiasmo ardoroso de los humedales que en mi imaginación me procuraban doña Concha y Tadeo y los paralelismos entre aquel dictador y el nuestro, que parecía como hecho a medida desde la madre patria. Luego me enteré de que lo que, según los críticos, estaba haciendo Ayala en sus «Muertes de perro» era colocarle un espejo delante del franquismo para mostrar cómo el poder usurpado corrompe a toda la sociedad y que el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una forma de usurpación.

Y del Ayala granadino queda muchas veces citadas la memoria de sus excursiones infantiles por la Manigua, cuyo nombre atribuye a los repatriados de la guerra de Cuba que pululaban por allí. Y para ser exactos, este párrafo: «A veces, ya oscurecido, nuestra incipiente participación en el comercio infame se reducía a obtener, por iniciativa del más audaz, que alguna temible harpía, ahí dentro del portal, se levantaba la falda y, previo pago de unas monedas de cobre, exhibiese el bajo vientre ante el grupo de niños. La tarifa era de cinco céntimos por el tiempo que duraba encendido un fósforo en las manos temblorosas de nuestro caudillo. Durante ese breve lapso de tiempo podíamos contemplar fascinados la oscura medusa? Sólo muchísimo tiempo después, en Beirut, he topado con un barrio prostibulario comparable a la antigua Manigua de Granada».

Seguramente fue la rabia del exilio. Seguramente el güisqui y la miel y otros brebajes. Seguramente el fogonazo sobre la oscura medusa lo que le han procurado, en todas sus vidas, una suerte de inmortalidad que ayer empezó a hacerse real. Porque es imposible ser inmortal si no te mueres. Aunque sea tan tarde.