Tenemos un presidente del Gobierno de talla intelectual enana y un hombre enano se rige por conceptos pequeños, ideas en miniatura, símiles absurdos y frases huecas. La última ha sido comparar la caída del muro de Berlín con la muerte de Franco. No sé a los lectores, pero a mí no se me ocurre qué tiene que ver lo uno con lo otro, más allá de que se trata de dos fechas históricas y un mismo mes: noviembre. Para empezar, Franco se cayó solo y la caída del Muro se precipitó por un error del régimen comunista que los berlineses agitados por el vendaval de la historia supieron aprovechar aquella maravillosa noche de la libertad que ayer cumplió veinte años.

Efectivamente, los españoles, como dice Zapatero, teníamos nuestra jaula particular con la dictadura franquista y bien que nos costó salir de ella. Tanto es así, que el dictador se murió en la cama en medio del aburrimiento general. Nuestros abuelos, padres y demás se mataron trabajando para levantar el país; no hubo, sin embargo, una respuesta tan enérgica desde el punto de vista de la rebelión política.

En el caso de Berlín, primer escenario de la «guerra fría», el Muro representaba la división de dos mundos, dos conceptos. Del lado Este, no servía con arrimar el hombro para que funcionase el experimento que los jerarcas del Politburó decían iba durar cien años: simplemente la gente quería huir y les disparaban. Las fronteras del franquismo no eran infranqueables, no es por tanto lógico aplicarle el símil del muro a un régimen que también coartó nuestras libertades durante cuarenta años pero no hasta el punto de lo que ocurrió en la RDA.

El año veinte del nuevo Berlín le sirvió a los alemanes para celebrar, mayormente, o discutir la reunificación que vino después acompañada del nuevo orden mundial. Y a Sarkozy, al que no le dio por hablar de la Revolución francesa, para insistir en que estuvo allí la noche de las noches. Hay fechas inspiradoras.