A comienzos de los 70 del pasado siglo, durante un registro que dos policías de la Brigada Político Social llevaban a cabo en mi domicilio, en busca de «propaganda y efectos» de cierto partido clandestino, los funcionarios estuvieron a punto de detener a mi vecino de enfrente, que actuaba como testigo de aquel atropello legal a mi intimidad, por una cuestión protocolaria. Al levantar el acta con la lista de libros que me robaban al amparo de la ley, los «sociales» anteponían a sus nombres el «don»; pero tanto el mío, por supuesto, como el de mi vecino los escribieron huérfanos de tratamiento alguno. «Oigan una cosa, ¿por qué ustedes se tratan a sí mismos de "don Fulano" y "don Mengano" en el escrito y a mí, que soy doctor en Farmacia, me llaman "Juan" a secas?», preguntó aquel testigo, voluntario forzoso, al que yo apenas había saludado un par de veces en el rellano. Todavía veo al poli bueno, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo rubio, con el cerebro chisporroteando por tan inusitado atrevimiento, mientras el poli malo componía cara de queda usted detenido. Al cabo del subsiguiente silencio, el primero de los registradores sólo acertó a responder, con cara compungida, como pillado en falta: «Es que es la costumbre?».

La costumbre, sí, señor. En vano esperábamos algunos que se reprodujese en España la polémica francesa sobre el tratamiento obligatorio de «usted» a los profesores. Qué va, hombre. Aquí vivimos en el país de la francachela, de los castellanos viejos de Larra, del eructo y el pedo graciosos, del estamos en familia, estamos en confianza y estamos en casa, como preludios de la falta de respeto y cortesía. Tanto es así que tiene nuestra lengua un «tutear», pero no un «ustear», «ustedear» o lo que sea equivalente. Esa palabra no existe porque nunca se vio la necesidad de crearla, porque es la costumbre tratar de tú al primero que pasa, sea ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador, como dejó escrito don Enrique Santos Discépolo. Los administrativos tutean a los ancianos que acuden a la ventanilla por lo de la pensión; los médicos, a los pacientes, desde la primera visita; los botelloneros, a los polis; los convictos y confesos y reincidentes, al agente judicial; el dueño del restaurante te dice «pasa al fondo»; el empleado del Registro, «qué quieres»? ¿Cómo vamos a pretender los profesores que nos traten de «usted» los alumnos y sus padres, si eso iría contra las normas del buen rollo, el talante y la igualdad, contra la costumbre de quienes parece que acaban de inventar la democracia, contra la puñetera costumbre? Sí, ya sé que es un tiro a la vanidad del varón maduro el que se le acerque una jovencita y le espete el «¿Me da usted fuego, por favor, señor?», pero es que ni nos miramos al espejo ni al carné de identidad, porque preferimos vivir en un perenne matonismo de macho alfa. Aparte de que, si lo piensa uno bien y está para ello, hasta tiene un punto ese tratamiento en labios de una veinteañera.

Es una batalla perdida por no librada el «usted» para los profesores. Los modelos de comportamiento son los repulsivos personajes tuteantes y tuteados de la telemierda. El modelo es el bravo que grita: «¡Que la chupen, que la sigan chupando!», como Diego Armando Maradona, nada de «don». El modelo es la costumbre.