Los ha habido por oposición, por concurso de traslado, por méritos sobresalientes -Marañón lo fue sin haber pasado pruebas específicas-, pero el supremo invento, rigurosamente contemporáneo, es el catedrático por silencio.

Sepa el lector no avezado en el laberinto universitario que ya no existen las oposiciones públicas al cuerpo de catedráticos de Universidad. Aquéllas en las que un candidato se presentaba ante un tribunal de especialistas y, en unos cuantos ejercicios o pruebas, trataba de demostrar sus habilidades y de ocultar sus carencias. Luego obtenía la plaza o se marchaba contrito, en función de su calidad pero también, nadie puede negarlo, de los cambalaches de las escuelas y de los grupos en que se descompone la tribu universitaria (en rigor, las tribus universitarias del mundo entero, ramos muy poco originales). Todo aquello tenía muchos inconvenientes, pero su ventaja consistía en que se hacía cara al respetable, coram populo que decíamos en el Lacio: enjuagues, sí, pero, al menos en el gremio correspondiente, todos se enteraban de que se había consumado un atropello a la razón o a la dignidad científica.

Ahora, la posmodernidad en la que vivimos, pletórica de excelencias, aptitudes, sensaciones y emociones pedagógicas finas, ha ideado un sistema en virtud del cual el candidato se limita a enviar su currículum a una comisión que, integrada por no especialistas, acredita al interesado como catedrático que luego es nombrado por una Universidad, aquella en la que está. Pues sépase que la movilidad -tan cacareada- ha desaparecido entre los profesores, quienes hoy tienen la misma posibilidad de salir de la Universidad que le ha acogido desde estudiante que la que tendría el doncel de Sigüenza si quisiera tomar unos vinos por los alrededores de la catedral, por estirar un poco las piernas mayormente.

El mecanismo nadie me negará que es original, una revelación del legislador actual, tan ingenioso él. Hasta ahora se había mantenido en los términos de su pintoresquismo hasta que de pronto se ha colado en su aplicación práctica el invento del silencio administrativo. Porque si quien ha presentado su currículum al comité que le juzga -compuesto, insisto, por no especialistas-, advierte que no obtiene contestación en el plazo previsto, su solicitud se entiende estimada por silencio positivo. La siesta de unos comisionados o el extravío de un expediente convierte a un señor/a en catedrático de esto/a o aquello/a.

No me negarán el supremo hallazgo. Acaso por lo exótico del asunto se han desatado las críticas entre los universitarios y más de una carcajada se ha oído en las sagradas bóvedas de claustros y aulas. Los carcas de siempre han clamado: ¡catedráticos por silencio positivo! Lo último que nos quedaba por ver.

Sin embargo, acaso porque ahora estoy fuera de mi oficio natural, pienso que el descubrimiento es magnífico y que, lejos de ser objeto de burlas, debe ser imitado y generalizado. ¿Qué tal para cubrir una plaza de cirujano jefe del servicio de cardiología de un hospital de campanillas? ¿Y para el de físico encargado de un Observatorio Astronómico o Vulcanológico? ¿O para el de general al mando de una unidad muy acorazada?

La Iglesia, que es pionera en la historia del diseño de la selección del personal, podrá nombrar así a sus cardenales u obispos. Se ahorraría intrigas y el manejo de dagas con mañas florentinas.

¿Quién decía que la Universidad se ha empobrecido o que no investiga? Ahí está a la vista de todos cómo, con la música callada del silencio, ha hecho su mejor contribución al I+D+I.