El día más duro de su vida política quizá fue aquel de octubre de 1982 en que el PSOE alcanzaba la mayoría absoluta en las elecciones generales. La victoria de Felipe González conllevaba la casi laminación del PCE y del PSUC, el partido de los comunistas catalanes. La reunión del comité ejecutivo, del que ambos formábamos parte, era un auténtico velatorio. Los 558.289 votos de las constituyentes de 1977 se convertían en 158.553: del 18,31% al 4,61; de 8 diputados a 1. Ese uno era Jordi Solé Tura; el dos era Gregorio López Raimundo, que quedaba en puertas, lo cual no fue óbice para que le echara humor al asunto: «Si es verdad que el socialismo es la antesala del comunismo, no podemos, por menos, que felicitarnos».

Después vino la sectarización del partido, que pasó de la política de unidad con los socialistas a la de enfrentamiento; la culminación estuvo con Julio Anguita y su tenaza. Fueron muchos, entre ellos Jordi Solé, quienes optaron por hacer política desde el PSC; los más se fueron a casa.

Sin embargo, el período más brillante de su actividad política no cabe circunscribirlo en la etapa socialista, aunque fuera ministro y senador. Era más un político de la teoría que un hombre de acción, y el PSOE ya tenía construida su ideología y su programa.

Jordi Solé destacó en la clandestinidad, pero fue en la transición cuando dio lo mejor de sí mismo.

En el antifranquismo fue uno de los fundadores y principal dirigente, junto con Alfonso Carlos Comín y Jordi Borja, de Bandera Roja; le llamábamos «el yayo» (abuelo, en catalán), por ser el de más edad, aunque nunca lo supo: su coquetería no lo habría digerido.

En un momento en que el comunismo tradicional no atraía a la juventud, Bandera Roja significó la expresión heterodoxa del socialismo utópico, que supo atraer a un importantísimo número de jóvenes de la Universidad, las fábricas y los barrios, con una visión más real de los cambios que España estaba viviendo.

Afortunadamente (por razones obvias), no firmó el sorprendente documento «Contra el revisionismo», lo cual es de agradecer, pues es el perfecto contrapunto a su trayectoria.

Poco antes de la muerte del dictador, BR se unió al PSUC revitalizando el contacto de éste con una sociedad que había cambiado. Era Jordi Solé Tura quien cada semana escribía su columna en «Mundo Diario» dándonos las claves de la situación política, que conocíamos así, ya sin necesidad de recurrir a Treball o a Mundo Obrero, la prensa de partido, lo que supuso más de una incomprensión. Recordemos que fue apalizado por militantes prosoviéticos del comunismo catalán.

Después vendrían los pactos de la Moncloa, la Constitución y el eurocomunismo, que tuvieron en los ortodoxos de aquí y de allí grandes resistencias. Junto con Santiago Carrillo, en Madrid, y Comín y López Raimundo aquí, supo ponerse al frente del proceso que dotó a nuestro país de estabilidad económica, política y social y que renovó el pensamiento socialista. Por sus antecedentes, era de los pocos políticos del PSUC con estrecha conexión con líderes sindicales, vecinales, del mundo académico y periodístico, lo que le convertía en un referente de primer orden para unos y otros en todo este proceso.

Su independencia intelectual; su desacomplejada visión de España; las aportaciones críticas sobre Catalunya; el internacionalismo y su empeño en la renovación del pensamiento socialista hacen de él una persona admirable. La independencia intelectual, ese bien cada vez más escaso, le estará eternamente agradecida.