Con la llegada de la crisis económica se ha producido en nuestro entorno un giro en las preferencias de los analistas económicos hacia el keynesianismo. No se trata, por cierto, de un movimiento generalizado, ya que en nuestro país, a diferencia de otros, son mayoría los analistas y comentaristas que permanecen intelectualmente fieles a los postulados monetaristas: ya se sabe, nada de gasto público, reducción de impuestos y leña al mono en cuestiones de reformas estructurales. En ocasiones ese empecinamiento conduce a errores de bulto cometidos en nombre del dogma monetarista. ¿Qué sentido tiene que el BCE subiera los tipos en el verano de 2008 hasta el 4,25%? ¿Cuáles eran sus previsiones de inflación?

Afortunadamente se abrieron camino las ideas de Keynes y nuestro Gobierno reaccionó al modo de los países de nuestro ámbito: acudiendo a los estímulos fiscales que tratan de sustituir demanda privada por la pública. Es bueno recordar en estas circunstancias que cuando los empresarios españoles vieron al lobo las orejas de la depresión abrieron un paréntesis para bendecir todo lo que fuesen ayudas del sector público al rescate del sector privado. Ese paréntesis, bien lo sabemos, se cerró pronto, con la confesión pública de la comunión de las recetas económicas de la CEOE con las del PP.

Pienso que la idea que cada cual tenga del origen de los problemas por los que ahora atravesamos y la terapia que los remediará debe ser revisada a la luz de un libro de economía recientemente aparecido («Animal Spirits») que, entre otras cosas, desvela la perfecta sincronía que en el pasado lejano y cercano ha existido entre los puntos de inflexión de la senda de crecimiento (donde las tasas positivas se desaceleran camino de la recesión) con el conocimiento de grandes y graves episodios de corrupción. Así ocurrió en 1991 con el escándalo de las Savings and Loans (unas cajas de ahorros a la americana), en 2001 con Enron y en 2007 con las hipotecas subprime. Las tres son fechas en las que están datados los comienzos de procesos recesivos o, en todo caso, desaceleradores de los ritmos de crecimiento de todas las economías.

El trasfondo de ese modo de comportamiento de las variables económicas (siempre en vertical, siempre en caída) no es otro que la pérdida de confianza de los actores económicos en el futuro inmediato, lo que asuela la inversión y el empleo. Restablecer la creencia colectiva en las posibilidades de progreso y crecimiento de nuestra economía es lo que los gobiernos han hecho con el instrumento del estímulo fiscal. Recapitulando para recordar: se desploma la producción nacional, cae intensamente el ingreso público y aumenta el gasto en protección por desempleo. Ese es el esquema que domina la escena económica en 2009 y que constituye el mejor argumento en favor del estímulo fiscal.

Pero en economía todo estímulo fiscal por parte del Gobierno provoca un inevitable desequilibrio presupuestario. Aparece el déficit y su inmediata consecuencia financiera, que es el incremento de la deuda. Nuestro país, como todos los que han firmado el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento, se ha comprometido a respetar unos límites en lo que se refiere a déficit y deuda. Sin embargo, la crisis y los estímulos fiscales para afrontarla han dado pie al incumplimiento de tales compromisos, en España y todos los países europeos. Nosotros partíamos al inicio de la crisis con una cifra de deuda muy inferior a la media de la UE, y aunque ha crecido intensamente, no existen motivos para la alarma si se contrasta nuestra situación con la de los países de nuestro entorno. La más reciente proyección del FMI (The State of Public Finances) estima que la deuda española será en 2010 del 69,6% del PIB, frente al 85% de Francia, el 84,5% de Alemania o el 120,1% de Italia.

Sin embargo, la cifra más relevante para el Gobierno es la de su déficit primario (déficit total-intereses de la deuda), que es lo que realmente puede controlar por medio de sus políticas presupuestarias. La carga de la deuda una vez emitida y adquirida por los inversores ya no admite modificaciones y se convierte en un pago inercial hasta su cancelación, salvo reestructuraciones del principal emitido que se producirán en caso de condiciones de mercado favorables.

El problema en el origen es el déficit presupuestario, y puesto que el conjunto del gasto público de nuestro país procede de tres fuentes (Estado, comunidades autónomas y corporaciones locales) son las tres administraciones las que deben dar respuesta al problema de la contención y reversión del desequilibrio. Dos son los motivos que nos compelen a ello: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, básico en la zona euro por razones obvias, y el cumplimiento de la ley de Estabilidad Presupuestaria, que obliga al equilibrio a lo largo del ciclo económico.

Pero en el Estado autonómico en el que vivimos de nada serviría que la Administración General del Estado se atuviera a un plan de consolidación fiscal si las otras dos administraciones no cooperaran en el logro del objetivo. Una de las pretensiones (frustrada por el PP) de la reciente conferencia de presidentes era precisamente la de alcanzar un compromiso de esa naturaleza de todas las comunidades autónomas, consenso que hubiera tenido un efecto persuasivo frente a las empresas de calificación de la deuda pública.

En cuanto a la coyuntura fiscal de Asturias, a la luz de la última información de la que se dispone, que son los datos del Banco de España del tercer trimestre de 2009, la deuda del Principado ascendía al 4,1% del PIB regional, en tanto que la media de las diecisiete comunidades autónomas era del 7,9%. Un panorama en el que destaca la Comunidad Valenciana, con un 14,1% de su PIB. A ese endeudamiento de las administraciones autonómicas hay que añadir el de las empresas públicas en las que esas administraciones son mayoritarias, que en nuestro caso supone un 1,1% del PIB regional. También en este caso encabeza el pelotón autonómico el País Valenciano con un 2,2%.

Mención separada merecen los ayuntamientos. Las cifras que ha hecho públicas el Ministerio de Hacienda hace escasos meses corresponden a la deuda viva de las entidades locales a 31 de diciembre de 2008, y vienen a decir que los ayuntamientos españoles están endeudados en 26.128 millones de euros, con una cifra por habitante de 566,05 euros; en ese conjunto relumbra Madrid (municipio) con 2.140 euros por habitante.

En Asturias, la cifra total se eleva a 447 millones (413,87 euros por habitante), lo que nos sitúa por debajo de la media nacional. Las cifras de endeudamiento de nuestros gobiernos locales las encabeza Oviedo, con 618,18 euros por habitante, mientras que la de Gijón es de 473,22 euros. Pero sería engañoso deducir que cada gijonés debe 144,96 euros menos que cada ovetense porque, además, el Ayuntamiento de Gijón cuenta con un patrimonio: agua, transporte, recogida de basuras... esos «chiringuitos» que, incluido el cementerio, Gabino de Lorenzo hace mucho que vendió. Y, por supuesto, sin contar con el patrimonio municipal de suelo, porque tengo para mí que las amenazas del alcalde a la Sindicatura de Cuentas -¿cuándo se vio que el fiscalizado amenace al fiscalizador?- tienen que ver (y mucho) con la pretensión de fiscalizar ese elemento patrimonial.

Ciertamente que se necesita mucho valor (y algo más) para demonizar el endeudamiento público y ser los más endeudados, pero reconozcamos que el arte de engañar al prójimo que los estafadores practican cazando incautos llega a lo sublime cuando los políticos del PP ejercitan su talento.

Tenemos por tanto que recuperar la senda del crecimiento para que Asturias vuelva a exhibir la capacidad de generación de nuevos empleos que tuvo en el pasado inmediato, al inicio del desplome de la demanda y de las dificultades crediticias. Podemos hacerlo, pero si se quiere evitar la recaída, conviene poner coto a explicaciones de las causas de la crisis que han hecho fortuna en el seno de la izquierda (la avaricia de los especuladores financieros, la codicia de los directivos de las multinacionales, etcétera...).

Si el fondo de lo sucedido hay que buscarlo en las pasiones que anidan en el corazón de la gente, que lo hagan los moralistas y los curas. Pero, para los políticos, la crisis no puede ser sino la consecuencia de un sistema de ideas, el fracaso de las tesis económicas dominantes, el de aquellos que perciben los límites del Estado (que los tiene) pero no reparan en los fallos del mercado.

A tenor de lo que comentaba al principio, la derecha española no ha aprendido nada.