Hay temas que parece como que no hubiera forma de tratarlos sin quedar mal. Vean, si no, la que se ha liado por las declaraciones de ese juez de familia que ha dicho que ve injusta la ley contra la Violencia de Género. De inmediato, como impulsadas por un resorte, han respondido varias asociaciones acusándolo de prevaricador y machista sin que se tomaran la molestia de seguir leyendo y advertir que el juez también dijo que la ley ha traído cosas tan positivas como que la sociedad ya no tolera la violencia de género, pero que la situación que está generando no obedece a la realidad de lo que tenemos que combatir.

Yo también pienso así. Y no lo digo por provocar. Lo digo porque estoy convencido de que es verdad. A los hombres, con carácter general, nos prescriben roles y actitudes que dejan mucho que desear y están haciendo que nuestra consideración social sea poco menos que la de una calamidad. Nos han convertido en sospechosos por el mero hecho de ser hombres y la situación ha llegado hasta el punto de que ser hombre, hoy, supone una especie de agravante, nadie sabe muy bien por qué.

Los hombres, en ese aspecto, también están siendo discriminados; una discriminación distinta de la que padecen las mujeres, pero eso no significa que no exista y esté basada en las mismas estructuras sexistas. En las mismas, sólo que con una diferencia: parece como que hubiera un empeño por discriminarlos a toda costa, pues la ley no los considera iguales ni tampoco inocentes. En principio considera que son culpables. Así que tienen que empezar por demostrar su inocencia y, por si no fuera bastante, la ley les reserva un trato claramente diferenciado, del que puede servir como ejemplo que se sancione con entre seis meses y un año de cárcel a los hombres que causen a su pareja o ex pareja «algún tipo de menoscabo psíquico», una lesión tan subjetiva y difícil de cuantificar que no está, siquiera, ni tipificada como delito. Pues bien, si es una mujer la que infringe ese mismo daño a un hombre, sólo podrán imponérsele penas de hasta tres meses de cárcel.

Siempre, toda la vida, he pensado que las leyes deberían hacerse para las personas, no para los hombres y para las mujeres. Si una persona, por razón de su sexo, es juzgada de una manera distinta que el resto, parece evidente que se está vulnerando el principio de igualdad.

Para justificar este disparate, este trato desigual que fue avalado, en su día, por el Constitucional, he oído decir, a personas muy relevantes, que lo que se intenta es compensar la desigualdad que existe en la vida real. La burrada, con todos mis respetos, no tiene desperdicio, es como si dijeran que las penas por hurto, para los gitanos, deberían ser más altas que para el resto.

No entiendo cómo es que se insiste en que la fórmula para acabar con la discriminación que padecen las mujeres es aplicar, sobre los hombres, los mismos postulados sexistas que se condenan. No me cabe en la cabeza que quienes se consideran progresistas aplaudan y celebren la peregrina idea de que las mujeres son una clase social. Ese empeño, lejos de contribuir a resolver el problema, está fomentando una visión demonizada del hombre que no ayuda a la igualdad en las relaciones. Pero, claro, decir todo esto, por más que sea una realidad, es lo que dije al principio, es quedar mal.