Al oeste de la Española comienza la pesadilla, donde la tierra se abre y se traga a sus propios muertos. El terremoto de Haití nos ha devuelto al infierno de Dante. Puerto Príncipe está cubierto por una densa manta de sangre y polvo. Miles de personas permanecen atrapadas en los escombros y otras tantas deambulan por las calles después de haberlo perdido todo. El miedo y el terror, la rabia y la angustia, se extienden como una epidemia sobre la ruina.

La pobreza atrae la catástrofe, pero aun así, no puedo dejar de pensar que somos frágiles criaturas rodeadas por un mundo de hechos hostiles que amenazan constantemente nuestra vida. Cuanto más profundizamos en ese mundo, más débiles nos volvemos. Cien mil muertos y trescientos mil heridos son las víctimas que los periódicos se han apresurado a pronosticar un día después de la tragedia. Nos servimos de los números para poder especular sobre la muerte. Nos aferramos a ellos para encontrar una explicación vacía de la hecatombe. En definitiva, buscamos una estadística que trate de ganarle la partida al azar. Sin embargo, es una catastrófica ironía y no una estadística, la que explica un terremoto que nos provoca una tristeza inefable.

El derrumbamiento de la capital de Haití nos recuerda la posibilidad de ser víctimas del Caos. No hay imagen más representativa del Caos que la fotografía del Palacio Presidencial completamente en ruinas. Sin electricidad, sin comunicaciones, sin red sanitaria y sin hospitales, los supervivientes de la capital se mueven rodeados por la nada, un auténtico vacío que la ayuda internacional tratará de rellenar a base de humanitarismo antes de que la peste de los cadáveres acumulados por las calles se extienda por toda la isla.

La pesadilla puede adoptar cualquier forma: una bomba atómica, un desastre ecológico, una guerra devastadora o el súbito resquebrajamiento de la Tierra; en definitiva, un suceso que evidencia la muerte de una sociedad y la victoria del Caos. Lo cierto es que Haití se ha convertido en un museo de la muerte, un perfecto simulacro del Mal, a cientos de kilómetros de Occidente. Cobran sentido aquellos versos del Eclesiastés cuando uno contempla las imágenes desoladoras del televisor: «El simulacro no es lo que oculta la verdad, es la verdad la que oculta que no existe. El simulacro es verdadero».

Hasta hace dos días, Haití era un país olvidado que había sucumbido a la corrupción, las dictaduras y la hambruna. El terremoto se ha expresado en los medios como un castigo divino y también como una purificación, una manera de expurgar su pasado y la posibilidad de ser otra vez solidarios. Lo cierto es que sin catástrofe no hay noticia en el negocio de la información, el mismo negocio en el que nos observamos, nos explicamos y realizamos; sólo mediante la sorpresa se construye un titular que se extienda por todo el mundo y sin catástrofe no hay posibilidad de sentirnos realmente humanitarios. Ambas situaciones dibujan una desesperante dialéctica entre el bien y el mal, una arquitectura que se destruye para volver a ser construida.