Concierto sábado noche con una cita de excepción: Krystian Zimerman se encerró al piano con seis toros, seis de Chopin -polaco sobre polaco-, y desde los tendidos del auditorio de Oviedo el respetable sencillamente enloqueció.

El público, atención, interrumpió con palmas al final del primer tiempo de una sonata, lo que aquí jamás sucedía hace, por ejemplo, cuatro décadas, y es que la reciente incorporación masiva a la música clásica no se ha realizado al compás del aprendizaje. Buena señal aun sí -y eso que detrás de mí un señor roncaba y roncaba sin parar-, cada día hay más afición, las etiquetas vendrán de suyo.

Me fui para casa con los ecos de lo último oído, ya fuera de programa -bis, encore, zugabe, propina..., dicho en términos de Tomás Marco-, que fue al vals número 2 de la opus 64 y con un mar de referencias a la infancia -finales de los cincuenta- y aquellas grabaciones insuperables de Horowitz.

Zimerman es fantástico, hasta el punto de que la marcha fúnebre le salió de resurrección, pero en Oviedo no caben asombros. Aquí, antes del 34, en que todo se vino abajo -y no nos hemos recuperado-, dieron conciertos de piano el propio Horowitz -yerno de Toscanini-, Rubinstein, Béla Bartók -mientras le pasaba las páginas de la partitura Gerardo Diego-, Rachmaninov, Ravel, Turina, Granados, Falla... Rubinstein volvió a mediados de los setenta al Campoamor: tuve asiento, con unos amigos inolvidables, en el mismísimo escenario.

El secreto de tanta historia fantástica es la Filarmónica, fundada por el marqués de Valero de Urría -conectado con las mejores vanguardias europeas- y mantenida por los capitanes de la sociedad civil carbayona -Buylla, Masaveu...- frente a la música de iniciativa pública que, en fin, ahora tanto se estila.

(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente el vals número 2 de la opus 69 de Chopin, aún mejor que el supracitado).