Primero fue aquella foto en el verano de 2008 en la que el Rey y Adolfo Suárez, desandando los dos, se diría que camino de aquel tiempo irrepetible tras la muerte de Franco. Después, supimos de un libro, más oportunista que oportuno, cuyo título parodiaba una conocida obra de Josefina Carabias sobre Azaña, y que decía ser una biografía del ex presidente del Gobierno. Después, se emitieron versiones televisivas del 23- F. Y ahora se anuncia una serie sobre la vida del gran protagonista de la transición política española.

Forzoso resulta, así las cosas, preguntarse a qué obedece este afán de rescatar el recuerdo de una figura política que, según parece, ya no puede recordarse a sí mismo, para quien el pasado podría describirse con aquellos conocidos versos, tan amargos como geniales que dicen: «-¡Memoria, ciega abeja de amargura!-/ ¡No sé cómo eras, yo que sé qué fuiste!».

Suárez -perogrullesco es decirlo- representa un tiempo y un país que cambiaban, un momento histórico envidiable en tanto se pensaba y se sentía que casi todo estaba por hacer. Frente a aquel tiempo, está el nuestro. Y es ineludible tratar de responder a un interrogante. ¿Se añora a Suárez en la medida en que desearíamos vivir una etapa en la que lo deseable y lo posible se sentían mucho más cercanos que ahora? ¿O se trataría, antes bien, de que ambos momentos históricos tienen en común la necesidad de grandes cambios con la diferencia de que ahora no hay un gran hacedor para llevarlos a cabo? Algo hay de cierto en cada una de estas hipótesis, sobre todo en la primera.

La revista «Cambio 16» habló en su editorial de que el primer Ejecutivo que formó Suárez en el 76 era «un Gobierno de penenes». (Tendrían que pasar años para que alguien escribiese la ingeniosa maldad que sigue: «Los penenes fueron los alféreces provisionales de la democracia».)

Suárez no se caracterizaba por ser un gran orador, ni tampoco poseía un discurso con una gran consistencia intelectual. Pero, hasta junio del 77, había cumplido sus objetivos. En un momento dado, hay maniobras políticas para crear un partido político a su servicio, al tiempo que el franquismo más nostálgico se organizaba en torno a Fuerza Nueva y a Alianza Popular, formado este último por ex ministros franquistas. El PSOE, que había estado de vacaciones, que comparecía tras haber orillado a dirigentes históricos como Rodolfo Llopis, obtenía un magnífico resultado, mientras que el PCE, entonces tan temido, se quedaba muy por debajo de las expectativas, a pesar de que había moderado enormemente su discurso.

Suárez ganaba las primeras elecciones apoyándose en un partido en el que destacaban más las individualidades que, andando el tiempo, darían al traste con el proyecto. Y revalidaba su victoria en el 79. La Constitución estaba aprobada, y se diría que el proceso de cambio se había consolidado. Pero el terrorismo golpeaba con fuerza, el descontento era grande en muchos sectores, su partido se rompía, hasta que llegó su dimisión en vísperas del 23- F. La gran pregunta que todos nos seguimos haciendo es por qué dimitió y hasta qué punto creía que con esa decisión conjuraba el peligro del intento de golpe de Estado que se produjo durante la investidura de Calvo-Sotelo. Vendría más tarde la creación de un nuevo partido, el CDS, que terminó por desaparecer, víctima, entre otras cosas, del bipartidismo.

Al margen de sus méritos, que no discuto, ¿no habrá en todo esto una añoranza de un tiempo en el que la mediocridad no era tan abrumadora en la vida pública? ¿No existirá también nostalgia por un tiempo en el que la mayoría de las gentes que participaba en la política no eran profesionales de ella y se dedicaban a esa función defendiendo un proyecto de país con el que se podía estar más o menos de acuerdo, pero que en muchos casos estaba distante y ajeno de asegurarse canonjías? ¿No habrá una necesidad de desear que exista mayor voluntad política para los acuerdos, en lugar de tanta crispación?

Pero no se olvide una cosa muy importante: la realidad política de hoy es no pequeña parte herencia de aquella época, con sus listas cerradas, su ley electoral injusta, su afán de favorecer el bipartidismo y así sucesivamente. Puede que, en todo caso, aquello no pudiera resolverse entonces, y que ahora este tiempo demande unos cambios que la mal llamada clase política no está dispuesta a llevar a cabo, mucho más pendiente de sí misma que de los problemas de una sociedad que ve en los políticos el mayor problema tras el paro y la situación económica.

Puede que la sociedad no vea en ningún partido ni en ningún líder la capacidad de acometer los cambios que se demandan. Y que de ahí derive en buena parte la nostalgia hacia una figura histórica que cambió este país, hasta que llegó «el cambio» prometido por González en su abrumadora e irrepetible victoria del 82, «cambio» que no fue tal, o que, en todo caso, no respondió a lo que de aquello se esperaba.

Si hay algo que no se le puede negar a Suárez fue que llevó a término las expectativas que en él estaban puestas y que demostró una capacidad de diálogo que ninguno de sus sucesores en el Gobierno tuvo.

Y, dados los tiempos que vivimos, la presencia en la vida pública de alguien dispuesto a hacer realidad las transformaciones necesarias con capacidad de diálogo rozaría hoy lo milagroso.

Se explica, así las cosas, tanta remembranza de una figura política que en su momento fue mucho más denostada que ensalzada.