Obama se ha estrenado como comentarista deportivo para la CBS. Bueno, fueron sólo siete minutos de baloncesto, pero el caso es que a la gente le gusta hacer lo que no hace. John McEnroe trabajó una vez como DJ en una base militar americana; Henry Kissinger satisfizo una vieja aspiración el día que, ante un gran mapa de su país, dio el parte meteorológico por la tele. La conclusión es obvia: no hay problema si no te pasas con tus minutos de gloria. Ahora Laporta quiere hacer el viaje de Obama en sentido inverso y a tiempo completo; Laporta entiende que el paso del deporte a la política es fácil, y que quien rige los destinos de un club de fútbol puede ser presidente de una comunidad autónoma. Se equivoca. El Barça es el depositario de la carga visceral de un país que, por su vocación cartesiana, no siempre se entiende bien con sus vecinos del otro lado del Ebro. Pero Cataluña es más cosas; la alegría explosiva de un gol tiene poco que ver con las fatigas del día a día; las salpimenta, pero no las reemplaza. El ocio está creado para aliviar el peso del negocio, pero no siempre mezclan bien los dos. Dicho de otra forma, Mafalda pedía el «Oscar» para el Pájaro Loco, pero no que le nombraran presidente de la República Argentina. (Por otra parte, visto quienes suenan como candidatos, Mafalda debería reconsiderar su opinión).

Y que repetirse es un arte. Max von Sydow hace de cardenal Von Waldburg en una serie tan torpe como «Los Tudor»; lo que ya tiene menos gracia es que aparezca jugando al ajedrez y hablando de trascendencias. Cualquiera que haya visto algo de Bergman se sentirá decepcionado. El viejo Max ha bajado un peldaño, y en cuestión de sellos, con el séptimo basta. ¿Tiene esto algo que ver con que un 2 febrero naciera Joyce, con que un 2 de febrero se publicara «Ulysses» cuando su autor cumplía cuarenta años? Pues sí. La banalización de la Historia como ciencia es palpable en «Los Tudor»; no importan los ambientes, las costumbres, el pálpito y el pulso de una época; sí los hachazos y los amoríos. Otra serie más exigente lo tendría crudo; huelga decir que si Joyce quisiera publicar hoy su obra, le resultaría mucho más difícil que cuando lo hizo. No le faltaron a Joyce la paciencia y el buen ánimo; hasta se casó con Nora Barnacle andando el tiempo. Eso sí, en Londres y porque sus hijos se lo pidieron. No es hoy mal día para vindicar el talento antes de que la literatura se tudorice del todo y quede proscrito el orégano en el monte.