Penetra la noche por las esquinas de la vida, recorre plazas y parques, templos y camas. Surge la noche como un vértigo por la ciudad desprevenida y se esparce por los bordes de mi vaso, mientras uno se la bebe, a largos y profundos tragos, enfermo de insomnio y pasado. La aurora ha seguido extendiendo sus dedos sobre el mar después de que Homero escribiera sus versos, los mismos que acaricio cada madrugada antes de cerrar definitivamente la puerta, ofreciendo la espalda a un nuevo día de resignación y paro. Pero no se equivoque, amigo lector, no hace falta estar ciego para percibir el largo pálpito de la noche que resuena en la ciudad cada día. «Todos los días Gijón» escribió el poeta César Vallejo y «todos los días» también repite mi viejo amigo José Antonio Mases. Pero no hay que olvidar que el pulso de la ciudad continúa al atardecer y se extiende de madrugada hasta alcanzar la roja aurora, la misma que brilla sobre las aristas de un vaso roto tras el último grito de esa puta luna.

Todas las noches Gijón, sí, y todas las noches Savoy. Es un poco tarde para descubrir mi club, una elegante tumba empapelada de viejos carteles, vagamente iluminada y nutrida de hombres y mujeres dispuestos a beberse la vida. Allí encontrarás, bajo humedades subterráneas, que la noche no tiene paredes, que la verdad sabe a whisky y los besos a carne. También sabrás que algunas noches suenan «Los Izquierdos», hermosos y decadentes, como un cuarteto de alegres y solitarios pistoleros abrazados al hilo de oro de la noche, la música y la zambra. El viento destapa su olor a cerveza, como un aroma horizontal de bestias que sueñan sin cansancio y brindan al olvido. Gijón concreta su perfil a través de sus bares. Me gusta pasear por el Gijón alcoholizado, tras abandonar a mi sombra en el nuevo Savoy, enmarejado por luces, ruidos y copas. Cuando llega la noche, Gijón se va llenando de mujeres tatuadas, opositores a barrendero, negras mulatas y aspirantes a Faulkner. Cada uno administra como buenamente puede la paga del día y entre todos hacen la vida alegre en el Don Pedro, el Soho o la nueva Foli. Disfruto al observar cómo cada uno de ellos ocupa su pedazo de barra, su pedazo de cuerpo y así hasta que uno no distingue absolutamente nada; es una forma estival de tomar la vida, de hacerla suya, mientras yo me deslizo lentamente entre las curvas de Ada, la misma barricada musical desde la que uno se pierde y se encuentra a sí mismo todas las noches que puede.

Penetra la noche en cada esquina, amigo, esperando encontrar un desierto donde ardan las olas. Sospecho que el tiempo ha pasado y, si no el tiempo, al menos sí esta columna, que es como un instante fugitivo de esa noche. Maldita sea, seremos gatos pardos, animales de compañía, una amistad que arde en la hoguera, angustia de la aurora, vívido presente, pobres, solitarios, peligrosos, cada noche de Gijón, todas las noches.