La Gran Vía de Madrid tiene cien años y el amor eterno dura tres meses. Lo primero es indiscutible; el periódico dice que la calle madrileña cumplirá siglo el próximo 4 de abril; lo segundo lo afirma una psicóloga y habrá opiniones de distinto color. En la misma noticia -o sea, en la del amor eterno- se afirma que un 63,1% de población española opina que la pasión amorosa dura toda la vida, pero sólo si es sincera. Se pregunta uno qué piensan los encuestados de la pasión insincera. En cualquier caso, tres meses es lo que duran las estaciones del año; la primavera se dio una vuelta por aquí hace pocos días y se largó después a sus cuarteles de invierno. Una amiga me enseña una mimosa de su jardín que ya ha florecido, da gloria verla. En el mismo jardín hay otra mimosa que está como las demás, esperando su momento. El tiempo es inexorable, y eso puede ser una liberación. Un amigo georgiano me dijo una vez que nunca se sintió tan libre como durante su servicio militar en el Ejército soviético. No tenía ni un momento para pensar, argumentó; todo estaba decidido y planificado. Cuando salió de allí se encontró con el mundo; también la URSS se encontró con el mundo y se rompió. Se acuerda uno de Boris Yeltsin, que tenía talento escénico y un hígado fuerte. Ay, aquella vez en la que el presidente de Irlanda se quedó a pie de pista esperando a que Yeltsin, que hacía escala en Dublín, bajara del avión. No bajó. Estaba durmiendo, dijo después. La pasión de Yeltsin por el vodka era sincera. Y se sabe -Bill Clinton dixit- que el gran Boris fue encontrado una noche en las afueras de la Casa Blanca, muy insuficientemente vestido, mientras buscaba un taxi. Quería una pizza, dijo.

En fin, el agua para las ranas. Es conocida la frase de Mark Twain: El agua, tomada con moderación, no puede hacer daño a nadie. Agua bajo el puente es la expresión que designa, en inglés, lo que ha pasado y ya no importa. Pero aquí, salvo la mimosa del jardín de mi amiga, estamos todavía en invierno. Han pasado menos de tres meses pero uno recuerda cómo, atascado en el fragor del shopping navideño, le saltó en la radio del coche la voz de Emma Kirkby interpretando a Haendel. Todo el mogollón circundante dejó de tener sentido. El éxtasis fue breve, había que aparcar, apagar la radio, salir. Fue una felicidad eterna de tres minutos. En las llamadas grandes superficies la estrategia suele ser la contraria. La música es tan mala y el volumen tan alto que dan ganas de salir huyendo. Florecerá la mimosa. Será un puntazo.