Aún se conservan sitios con el sabor añejo de lo entrañable. Lugares que no han sufrido cambios apreciables a lo largo de los años. De muchos años. Otra mano más de pintura, igual a la anterior y a las que fueron antes que ella, de tal forma que si rascásemos posiblemente tardaríamos un tiempo en dar con lo primigenio de la historia. Y encima de tantas capas muchas fotografías, casi todas en blanco y negro, de gentes que, en algunos casos, hemos llegado a conocer pero, en otros muchos, tenemos que buscar o preguntar por sus referencias. Sitios que, en su mayoría, han ido desapareciendo con sus propios dueños o han sido ocupados o sustituidos por modernidades sin personalidad alguna, con diseño -eso sí-, pero desprovistos del sabor de los acontecimientos y de la historia. Lugares como Casa Ramiro y Camporro en Sama, Casa Isaac o el Bar Llanes en La Felguera, y tantos otros en estas y otras poblaciones de Langreo y de las Cuencas que han pasado a ser un grato recuerdo en las memorias de los que ya somos un poco maduros y las de muchos que lo son más. Aquellas casas donde todos se conocían por su nombre de pila o su apodo, donde todos eran compadres de todos y donde se tertuliaba, se jugaba la partida y, cuando terciaba -que era casi siempre-, se echaba una tonada sin que por ello nadie pudiera pensar que los cantores estaban pasados de revoluciones. Cualquiera que, por aquel entonces, quisiera ir a una hora determinada a alguno de estos «museos de la antigua hostelería» sabía con la más rigurosa exactitud a quiénes se encontraría allí, con quiénes echaría la partida, con quién podía mantener una conversación y en compañía de quién acabaría la fiesta cantando «Los mineros del Fondón» o «Asturias, Patria Querida», dependiendo siempre del grado etílico de los espontáneos intérpretes.

Ésos eran los chigres de antes, y de siempre, aunque después llegó un momento en que pasaron a calificarse de bares o sidrerías por aquello de las tasas, los módulos, los impuestos, los requisitos administrativos y la madre que lo parió. Allá por las décadas de los sesenta y setenta había un chigre bajo cada edificio. O más. Casi siempre atendidos por una «muyerina» con un par de?, que soportaba al personal y lo ponía a raya hasta la tarde en que su marido llegaba de trabajar y suplía el orden femenino por el caos y el cachondeo de los de la boina. Cuántas mujeres, ahora madres y abuelas, quemaron su vida en este trabajo y en el doméstico para sacar adelante a la prole. Y aún quedan algunas.

Pero volvamos al principio. Queda alguno de esos sitios, ahora ya indefinidos en su calificación. Entrar en uno de ellos es como recuperar la juventud, como volver a ver a Marilyn o a Gary Cooper por primera vez. Es el caso de Casa Neyo, en Lada, también conocido por el nombre de su hermano Tino «Cordeles». No hace más de un mes que tuve la suerte de parar una tarde porque allí había quedado con dos amigos del pueblo. ¿Con dos?... De pronto me encontré con otro y otro, y luego con más. Entre culete y culete, anécdota y sucedido, pasaron dos horas en un soplo y volvieron a estar allí muchos de los que ya nos abandonaron para siempre y algunos de los que se fueron a otros lugares. Y los que allí nos encontramos, además de recordar a Canor, recién fallecido, rememoramos las historias de este distrito langreano que pasó por ser el primer lugar de veraneo del Nalón, con permiso del resto. Si de todos esos chigres que antes describía se podría escribir un libro para cada uno, les aseguro que de Casa Cordeles podría hacerse una enciclopedia. «La saga épica de los gatos». Cultura en estado puro. No en vano tras más de cincuenta años comprando y leyendo LA NUEVA ESPAÑA, a mi querido amigo Cordeles, que siempre me comió cacagüeses, le tocó uno de los últimos coches. ¿A quién, si no, le iba a tocar? Allí lo podrán ver. Como siempre, tan contentu.