De repente se cae en la cuenta de lo poquísimo que se sabe de todo, nada con seguridad, si se miran las cosas con atención. Entonces se hacen preguntas sobre esto, lo otro y de más allá, y lo que se obtienen no son respuestas contundentes, sino dudas. Así, por ejemplo, veo en la orilla de un camino rural un letrero que dice: prohibido vertir basuras. Y unos metros más adelante otro en el que se lee: no está permitido esparcer desperdicios. Y me digo que ignoro si lo de vertir se debe a un influjo garrafal de esparcir, y si la causa de que se utilice esparcer sea un contagio de pacer. Y poco después, un hombre, en un quiosco, se me encaró mirándome severo y, con una expresión que traduje, de inmediato y sin diccionario, como que me consideraba una sabichuda, sabelotodo y sabihonda -así, mejor con hache intercalada para indicar que la falsedad de la sapiencia es muy honda-, me espetó haciendo el gesto de trazar garabatos en el aire que, ya que escribía y a los escritores se les suponía imaginación, a ver si podía decirle en qué debería invertir un dinerillo de modo que la operación le fuera rentable.

Tenía un pequeño capital que su madre había juntado con sus manos de ángel para las labores delicadas como los callos, que se te pegan a la pota si dejas de mirarlos, la tarta capuchina y el bordado, lo suyo y en lo que era la número diez, la campeona. Se había dejado ojos y pestañas labrando trajes de bautismo, de novia y de primera comunión, y hasta manteles para el altar mayor de catedrales. Hale, venga, a ver qué se me ocurría.

Dedíquese a vender tabaco, le dije. Soltó algo muy parecido a un relincho. Sí, claro, estupendo en estos tiempos en que se persigue a los fumadores. Usted está chiflada o es una graciosa que trata de tomarme el pelo que no tengo. Le puntualicé que me refería a tabaco de mascar o de esnifar como el rapé, que no produce humo y sólo dañan la salud del consumidor, y que, de paso, podía dedicarse también a la venta de escupideras para que el masticador tirase los desperdicios de su masticado. Empezó a estirajarse una oreja hasta dejarla lívida como un lirio morado. Luego movió la cabeza y masculló que había visto demasiadas películas de vaqueros, por las que nos volvíamos churro los críos de mi época, que era la suya, y que para él representaban lo mejor de la vida, pues la tarde de cine del domingo le alegraba el resto de la semana, sobre todo si el mocín era Alan Ladd, aunque fuese un canijo.

Le di la razón, pero le aclaré que más que esa clase de filmes me habían gustado las novelas sobre la Guerra de Secesión, donde todos los personajes masculinos, fueran militares o civiles, del Norte o del Sur, no paraban de masticar y escupir tabaco. ¿Cree de verdad que eso tiene buen porvenir? Le aseguré que mi fe era muy limitada y que carecía del don de las videntes, por lo que no podía hablar del futuro, pero que lo cierto era que había mucha gente adicta a la nicotina que no quería verse libre de esa adicción ni tampoco paliarla con sucedáneos, fuesen cigarrillos, caramelos o chicles, por lo que, debido a la ley que convertía a los fumadores públicos en delincuentes, en toda la UE se recurriría al tabaco masticable, que, aparte de la ventaja de no incordiar a los no masticantes de esa hierba, podía ser consumido durante el trabajo, sin necesidad de salir a enfriarse las narices o a calentárselas en la calle, o en una sesión del Congreso o asistiendo a un funeral, siempre y cuando, claro, las mandíbulas se movieran con la discreción y delicadeza de la vaca más educada de todos los prados. Y, en último caso, podía solicitar permiso para poner fumaderos confortables por toda la ciudad, donde también pudieran servirse café, infusiones y alcohol.

No abrió la boca, pero me miró del modo que uno de esos novelistas que no saben muy bien lo que dicen ni lo que escriben calificaría de vidrioso, suponiéndolo erradamente sinónimo de furibundo. Por eso, para no ser igual de temeraria y metepatas, no seguiré planteándome interrogaciones sobre las posibles causas de la uña negra en un dedo -no me atrevo a afirmar que se trata del índice- de la mano izquierda de Rajoy, y acerca de si se la pillaría con la puerta del armario, de la calle, del coche, o se la machacó con un martillo cuando se disponía a colgar de la pared su foto en la cola del paro, como las que le hacían a Castro cortando caña, o se la espachurró con el cascanueces o le metió un ñasco desgraciado, en un ataque de ansiedad y nerviosismo, al saber que todo el mundo se enteró ya de cómo habla cuando cree estar en la intimidad y en familia E. A., presidenta de la Comunidad de Madrid, llamando hijo de puta a un prójimo muy próximo.

O acaso habrá sido Zapatero que quiso echarle un pulso en público y le dio un apretón con toda la mala leche, pinzándole a traición con los suyos el dedo, hasta dejárselo negro como la pezuña del demonio. O puede que fuera un fallo de mis ojos de présbita o que la pantalla del televisor tuviera un manchurrón de huellas infantiles o que... No sigo, porque esto es más aburrido que hacer cadeneta, contar y escuchar el cuento de la Buena Pipa o deshojar margaritas.