Hoy se escribe demasiado. Tiene uno el presentimiento y el temor de caer en el hastío, el propio y el ajeno. Pero a veces la amistad te aprieta el alma y no queda más remedio que dejar hablar a los recuerdos.

Han pasado unos meses desde tu muerte, don Silverio (así te llama el pueblo), amigo y compañero «de tabla», de misa y sobremesa, de vida parroquial y culto, en especial el funerario.

Aún te veo llegar y bajar del coche en Manzaneda con libros de plegarias y de cantos bajo el brazo. Aún te veo charlar, pitillo en mano en Cardo con Plácido, esa persona ejemplar y servicial hasta y no hay más, o con Antonio Flórez, el teólogo seglar, y te veo al terminar las fiestas de Laviana invitarnos a entrar en el Paquín o el Generosa a tomar una sidra y charlar con los vecinos, porque, a pesar de tu final en soledad, lo tuyo siempre fue sentirte acompañado.

Te entusiasmaba hablar de fútbol y seguir paso a paso la Liga; no en vano, tu muerte tuvo que ser junto a una puerta. Recuerdo un día en Covadonga, hace muchos años, subías las escaleras de la basílica llevando un balón a pequeños golpes con el empalme del pie sin perderlo ni una vez hasta que llegaste a la explanada. Allí estaba Falín, el del Oviedo, ¿recuerdas? Te miraba con ojos de asombro y le oímos decir «¡jo... chaval, qué fenómeno...! Y a ti se te encendieron los ojos. Otras veces nos explicabas cómo se cuentan las partidas en el tenis y cómo hay que dar con la raqueta... Hace meses que te has ido, pero tu estar y tu presencia aún perduran y seguirán vivos al menos en mi mente cada día.

Por eso una vez más el recuerdo, qué sé yo el porqué y ahora, me gritó desde el amigo y compañero a no ir más lejos de hoy, tenía que recordarte una vez más, pero esta vez a escrito y a corazón abierto. Yo sé bien que el recuerdo es el aliento que da vida a los que ya se han ido. Por eso, para sentirte vivo, te dedico estas palabras, Silverio, amigo tantos años, cuya voz escuchaba al anochecer en tantas ocasiones: «Oye, José (así decías siempre)..., mañana cuento contigo a las seis en...», voz que ya no volveré a escuchar más y ausencia que detecto en torno a mi altar en cada funeral o fiesta, pues siempre éramos los dos a celebrar.

Para ti, pues, desde el campanario del alma dolorida donde anidan la nostalgia y el afecto, para ti este mi adiós desde hoy hasta el amanecer de tu partida... de aquel amanecer en el que...

«Con la dama del alba vino a verte la luz de la alborada fugitiva. Tú le abriste la puerta, y ella, esquiva, traía otra misión: desposeerte. Tu cuerpo en el umbral caía inerte dejándonos sin ti a la defensiva, y aunque hubo un fulgor de expectativa, perdimos uno-cero ante la muerte.

Un minuto a la vida le ha faltado para evitar que un golpe a la aventura te arrancara esta vez de nuestro lado. Las estrellas gimieron en la altura, pues por más que el Señor nos lo ha anunciado?

-sin ir más lejos-

¡qué solo y en silencio muere un cura...».