A veces, desaparezco en la escritura, me demoro en las palabras. Quizá la literatura sea eso, una analogía de la vida dentro de la vida, la resurrección de la idea sobre un pentagrama repleto de signos y tipografías hormigueantes. Se lo explico a Carla, mi sobrina, que apenas tiene un año y medio y no comprende nada o finge que no comprende. No sé.

Yo la contemplo como un hermoso fragmento dorado, sin tiempo ni amenaza. Carla es en esta columna la representación más fiel de la vida, ahora que comienza a abrir su mirada al paisaje, a los hombres, a las cosas, ahora que distingue mi rostro de un dibujo animado, ahora que juega y me señala. Gracias a ella aprendo que el mundo es todo lo que está fuera. Por eso coge cosas del suelo, escala sillas, se encara con las musarañas. Todo lo que es nuevo la fascina, lo devora y lo asimila.

Me abandona por el mundo de los objetos y yo me convierto ante sus ojos en otro objeto con el que ríe, juega y disfruta. También soy el camarada que explora con ella la oscuridad del pasillo, escudriña rincones, deposita su memoria y su confianza. Cuando paseo con Carla, me siento un desterrado del futuro. Ahora comprendo que le pertenece a ella. Comprendo que el porvenir está dormido en un niño; todo se hace instante, presente inmediato, gota de agua, tiempo vívido e impensado. De modo que es inútil meditar sobre el futuro: a su lado, me siente exiliado del porvenir.

Será la razón, el orden, el paro los que me distancian del niño que fui y me acercan a un presente azaroso y corrupto que sólo se despeja ante los ojos de Carla. Por eso vuelvo a ella, porque me devuelve a un mundo sencillo, doméstico, manejable. Carla no tiene programas, se incorpora inmediatamente al clima, todo le sonríe. Y con sus pasos menudos va tomando el planeta, entre caricias crueles y tiernos arañazos. Consigue que su gesto sea una noticia. Todo en ella es violenta actualidad. Ha convertido el hogar en un bosque donde las cosas cobran vida, actúan con ella, la necesitan, mientras que uno ha pasado a formar parte de otras noticias. Entonces descubro que un snob es un niño dentro de un abrigo de Ives Saint-Laurent, un sucedáneo de niño, una mala copia de un niño que busca ansiadamente lo nuevo, cuando lo nuevo sólo se descubre si uno es realmente un niño, si uno es Carla reduciendo constantemente el mundo a una pelota.

Me gustaría volver a sentir ese cuajarón de existencia que el lenguaje me ha robado y participar del idioma de la fruta, del lenguaje manual de la cuchara o de la manta. Y observo que en ella comienza a penetrar el idioma del tiempo. Descubro al animal que dialoga con toda la guturalidad del lenguaje incipiente, tan rudimentario, tan eficaz y tan simple. La sorprendo adentrándose en la profundidad de la mañana, encendiendo breves palabras como leves luminarias.