Traían la leche en carros, en bidones o en cuévanos, y los había que venían a pie, y cada lecheru y cada lechera tenían asignáu un barriu con clientela fija, y la leche sobrante la entregaban a la Sadi. El cierre de esta fábrica de quesos y mantecas y el Mercado Común ocasionaron que el tradicional sistema de venta de leche a domiciliu, de la ubre al consumidor, desapareciera». Ramón Melijosa Cuevas («el Parráu»), peluquero, cronista, estudioso de la xíriga y voz sin contaminar de la historia de Llanes, tiene una memoria de aúpa. Lleva este hombre un prolongado trajín anotando en sus papeles nombres y escenarios del tiempo perdido. Al modo del catastro del marqués de la Ensenada -aquel documento que nos revela la importancia cualitativa y cuantitativa que tenía en el siglo XVIII el oficio de tejero-, Ramón ha inventariado la biodiversidad de los oficios llaniscos extinguidos en el siglo XX: pescaderas, limpiabotas, tejeros, vendedores ambulantes de leche? Los recuerdos que de los lecheros tiene el Parráu son, por ejemplo, como un travelling de «Amarcord», y nos los traslada desde su mirada felliniana y veraz.

«Anunciaban puntualmente su llegada a primera hora con el chiflu o dando golpes a las tapas de los bidones», dice. De Porrúa venía Felipe Concha, que tenía un caballo más listo que el hambre. Felipe echaba la partida en La Puerta del Sol, cuando terminaba su jornada, y dejaba aparcados el carro y el caballo. La brisca duraba a veces demasiado, y entonces el rocín, que debía de compartir, sin duda, la férrea disciplina laboral del canciller Ludwig Erhard (el padre del «milagro alemán»), se impacientaba y arrancaba sin más hacía Porrúa, porque no eran horas de andar por ahí, con lo que a Felipe le tocaba volver de noche a casa descabalgado.

Soli López venía desde San Roque del Acebal, con el burrín «Chiqui» tirando del carro. De San Roque llegaba también Gloria Faralda, que se posicionaba frente al establecimiento de Pancho, el zapatero de Cue. (Un día de fiesta, por cierto, el caballo de Gloria, mientras ella repartía por las casas, se encabritó por el estruendo de los cohetes y cayó al Riveru con carro y todo, a media marea; menos mal que pudieron sacarlo sano y salvo por detrás del teatro Benavente). De Poo venía Luisín Romano (que primero repartía la leche ayudando a su pariente Cecilio Merodio y luego lo haría en solitario). Carretaba una bicicleta con una caja de jabones Chimbo reconvertida en portabultos. En ella Luisín había rotulado lo mejor que pudo su razón comercial: en un lateral alcanzó a escribir casi completamente su nombre: LUIS ROM, con letras mayúsculas, y en la cara trasera del cajón, las letras que le faltaban: ANO. Todo bien a la vista.

Otros repartidores tenían la franquicia de Andrín, Cue, La Galguera, Pancar y La Pereda. De esta localidad recordamos sobre todo a Raúl Villar, buen ciclista en sus años mozos y último repartidor de leche a domicilio con el que contó la villa.

De todas estas cosas de la historia del Llanes extinguido, lo que más nos queda grabado en la mollera es aquello de «¡que ya pasaron las lecheras!». Una exclamación aplicable a la zozobra que produce la caducidad de la vida y la pérdida de trenes y oportunidades, y que en los labios de Ramón el Parráu suena a elegía de Jorge Manrique.