Al debate que acaban de mantener Zapatero y Rajoy en el Congreso le precedieron señales inquietantes. Nunca el Rey Juan Carlos había hecho antes un llamamiento tan explícito a que un amplio acuerdo entre fuerzas políticas es necesario para salir de este agujero económico en el que se precipita España. Y nunca los avisos de instancias internacionales habían sido tan alarmantes como los que indujeron al hundimiento de la Bolsa ese jueves en el que Zapatero rezaba en el hotel Hilton de Washington.

Sin embargo, el debate llegaba con pocos augurios favorables: el Presidente iba a tender la mano para el pacto y el jefe de la bancada contraria tenía que marcar su posición (u oposición), pero no había indicios de que los respectivos fontaneros de cada parte hubieran sondeado las tuberías contrarias, salvo en el caso de los movimientos del PSOE hacia los grupos minoritarios de la Cámara. Queremos decir que a un acuerdo de esta magnitud se llega después de mucho trabajo de fondo, suponemos, y no mediante cruce de declaraciones repetitivas en la prensa. El hecho de que Zapatero y Rajoy mostraran posturas tan distantes en el Congreso sólo sirve para minar aún más la confianza de los ciudadanos. Esa fuerza imponderable, la desconfianza, nos trae de cabeza frente a la UE, y prueba de su peso son esas giras de la ministra Salgado y el secretario de Estado, Campa, en pos de los centros neurálgicos de la economía europea para persuadir a los desconfiados de que a España todavía le queda aliento.

En cuanto al debate en sí, Zapatero estuvo confiado, exultante, terrorífico. Ha vuelto a decirnos que en seis meses esto empieza a enderezarse. Total, que Zapatero es cada vez más el problema, pero a Rajoy también se le ve suicida: espera a que el poder venga a sus brazos, pero será con el precio de una España todavía más deteriorada.

Aquí abajo, la preocupación se extiende, pero se ve que ellos aún no han cogido susto.