Aznar no es precisamente el peor presidente de Gobierno que ha tenido España, pero sí seguramente el más antipático. O, al menos, el que más antipatía ha despertado y despierta entre la izquierda. Actualmente se halla de gira para contar su verdad sobre Zapatero, que es una verdad, admitámoslo, bastante contagiosa a estas alturas. A veces, incluso, una verdad a voces.

El jueves, Aznar actuó en la Universidad de Oviedo, donde fue recibido por docena y media de descerebrados que le recordaron, seis años después de mantenerse alejado del poder, la guerra de Irak, y que intentaron reventarle la conferencia de la Facultad de Económicas. La visceralidad se combate difícilmente, pero no siempre resulta fácil no rebelarse contra las conductas totalitarias. La sospecha de que los descerebrados actúen, además de por iniciativa propia, por cuenta ajena, no hace sino que esa rebeldía se dispare.

A uno lo pueden estar juzgando toda la vida por los errores o los crímenes que cometió y por los que no. Pensar que más allá del juicio de las urnas no habrá otro, es una ingenuidad. Seguramente una de las cosas que se estará preguntando Aznar es por qué a él se le sigue increpando por la guerra en la que no cayó ningún soldado español, mientras a Zapatero no hay quien le reproche la suya, cuando el parte de bajas no resiste comparación. La pregunta, empero, tiene fácil respuesta.

El problema de Aznar no es que haya hecho las cosas mal o bien; es un problema de antipatía. A veces de odio. Él no duda en atizar el fuego, expresándose abiertamente sobre lo que no le gusta del Gobierno socialista o de la izquierda. Hace bien en manifestar lo que piensa si es capaz de razonarlo intelectualmente. En cualquier caso, tiene derecho a hacerlo. Pero se equivoca cuando levanta el dedo acusador para responder de forma soez a las provocaciones de unos niñatos maleducados. Medirse así resulta impropio de una persona que ha ocupado tan alto cargo y responsabilidad.