Sepas allá donde estés, Miguel, que setenta y ocho años después de que expiraras en la cárcel de Alicante con los ojos empecinadamente abiertos, España ha decidido declarar que tu condena a muerte fue una injusticia: más vale tarde que nunca, dice el refrán. Temprano madrugó la madrugada, pero tarde, muy tarde, el pueblo de tu misma leche ha reunido el coraje suficiente para reconocer que lo que se cometió contigo, y con tantos otros que por no ser poetas no tienen quien los glose, fue una ignominia grande, un desafuero, un descabalamiento sin razón.

Y viene a coincidir con el centenario de tu nacimiento un certificado de reparación moral que la ley de la Memoria Histórica otorga a los perseguidos por el franquismo; que ya está a punto, ha dicho la vicepresidenta del Gobierno. A punto, qué expresión. A punto. Como pan acabado de cocer que hay que sacar del horno para que no se quede hecho un carbón. Como vientre preñado que tiene que reventar en una pantaná de vida para que no se malogre. A punto.

Así, que sepas, allá donde estés, Miguel, que al mismo de constituirse la Comisión Nacional del Centenario de Miguel Hernández lo primero que han decidido ha sido la reparación de los daños antiguos. Reparación buena pero, eso sí, tardía: muy tardía. No alcanzará a Josefina ni a Manuel Miguel, que hace ya muchos años fueron a acompañarte al sitio ignoto donde estás, si es que estás en alguno más allá de tus versos. Menos aún alcanzará a consolar la hondura de tu pena sobre el jergón piojoso de la enfermería de la cárcel, cuando agonizabas de hambre y tisis sin poderte abrazar ni a tu mujer ni a tu hijo por ver de encarar la muerte con menos tiritera. Porque el consuelo retrospectivo no existe: ni el llanto ni la sangre ni la soledad ni la miseria ni el miedo ni la traición se pueden restañar con un certificado: lo hecho, hecho está y no hay dios que lo cambie. Al menos este consuelo institucional tan sonoro alcanzará a tus nietos, sangre de tu sangre que España no te dejó ni presentir siquiera, mucho menos, besar y acariciar. Algo es algo, Miguel. Algo es algo.

Qué gran cosa los centenarios, ¿verdad? Qué gran cosa los homenajes, los recordatorios, las conferencias, los actos cultos y populares, las exposiciones, los conciertos, los recitales, las publicaciones de materiales inéditos milagrosamente rescatados. Qué gran cosa los pueblos que se reúnen entre alharacas para cubrir de glorias el recuerdo de los mismos que dejaron morir, o que mataron. Qué gran cosa honrar, muertos, a los que vivos fueron perseguidos, encarcelados y condenados, España es experta en eso.

Dijo Serrat el otro día que no es lo mismo cantar «Las nanas de la cebolla» ahora que en 1972. Y no es lo mismo, no, pero él lo hizo entonces: por eso no rechina que lo siga haciendo ahora. Y digo yo que no es lo mismo llevarle rosas rojas al poeta en un acto público al Panteón de Hijos Ilustres que sentarte en un banco solitario frente a un nicho a ras de suelo en un lateral del cementerio, y sentir cómo el desconsuelo te va trepando cuerpo arriba como una yedra ansiosa que te asfixia, y cómo se te enrosca en la garganta el «ando sobre rastrojos de difuntos / y sin calor de nadie y sin consuelo / voy de mi corazón a mis asuntos». Y eso muchos lo hicimos. Por eso no rechina que ahora hablemos de Miguel, o con Miguel, que también.

Porque somos muchos quienes aún recordamos aquella mañana, terrible y hermosa al mismo tiempo, en que fuimos a encontrarnos contigo, con tus huesos, con tu noble calavera desenterrada y desamordazada, cuando te sacaron del nicho para trasladarte al Panteón de Hijos Ilustres. Somos muchos quienes no podremos borrar nunca de nuestra retina la imagen desolada de una Josefina monumental, transida de dolor, apretando entre sus brazos la blanquísima sábana sin estrenar, recién planchada, en la que iba a recoger los restos de su hombre. Somos muchos quienes seguimos emocionándonos hasta la lágrima al recordar su expresión, mil veces más doliente que la de la «Pietà» de Miguel Ángel, siguiendo estremecida el trabajo de los sepultureros, viéndolos destapar el nicho, extraer el pobre y viejísimo ataúd negro, hacer palanca en él, abrir la tapa? Somos muchos quienes seguiremos llevando clavado en los tímpanos el quejido brotado de sus mismas entrañas que exhaló tu mujer al coger con sus manos tu cráneo mondo, sumergirse entera en los dos pozos huecos donde un día estuvieron tus ojos amados y murmurar: ¡Ay, Miguel! Sólo eso: ¡Ay, Miguel! Y la tierra se echó a temblar.

De manera que, con perdón, algunos pensamos que para tanto dolor va a ser difícil encontrar reparación. Y que esa foto de tan risueños rostros comunicando la buena nueva de la proclamación de tu injusta condena, Miguel, no nos acaba de encajar con tanta pena. Así que preferimos volver, a solas, a cualquiera de esos versos tuyos que nos ayudan a seguir en pie. Por ejemplo, éste:

Cada vez que paso

junto al cementerio

me arrastra la fuerza

que aún sopla en tus huesos.